Un cuento de Federico Del Pup.
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I
Fue una
pesadilla, lo sé. Estoy transpirado. Tengo sed. Mi mujer está a mi lado. Toco
su brazo, busco su mano y cuando ella me dice “amor”, pronuncio su nombre y
pienso en el mío. El silencio es total. No recuerdo cómo me llamo. Me
desespero. Creo que tengo fiebre. Me siento mal. La brisa fresca del jardín
siempre me levanta el ánimo. Camino en círculos; contemplo las flores. Pienso
en el sueño. Frunzo el entrecejo. Tengo ganas de llorar. No puedo. No debo.
Tampoco quiero. Suspiro angustiado. Regreso a la habitación. La claridad de la
mañana se filtra entre las cortinas. Me siento en la silla donde mi mujer se
mecía para alimentar a nuestros hijos. Contemplo el firmamento. ¿Estamos
condenados a nuestros sueños?
Los pájaros le
dan la bienvenida al día con su canto. Pienso en los rayos del sol cuando
surgen en el horizonte que contemplo desde la ventana y dan comienzo al alba.
Toda historia tiene un final, pero me obsesionan los principios. ¿Cómo llegué
hasta acá? No encuentro respuesta. Abro bien los ojos y, entre la confusión de
un amanecer angustiado, descubro a Morfeo en mi retina. Su postura imponente,
me atemoriza. El siempre espera; me lleva a la fuerza a ese mundo de obsesiones que me acosa noche tras noche. Aunque
la claridad todavía no es tan fuerte para hacer desaparecer todo rastro
nocturno, suspiro aliviado. Al menos puedo contemplar figuras familiares en
esta nueva jornada mundana que me aburre y me acosa.
II
Alguien
mueve mi cuerpo. Pienso en Coleridge, en el cielo y en su extraña flor. Abro
los ojos y despierto. El conserje me ha dejado el desayuno. Como las tostadas a
las apuradas. Bebo la infusión con valeriana y me quemo la lengua. El grito. La
primera vez que viví ese día lo hice con una parsimonia de la que hoy me
arrepiento. Pero segundas oportunidades como ésta sólo suceden en los sueños y,
esta vez, no haré lo mismo. Respiro aliviado. Estoy en la ciudad del marqués
Saint-Denys. Siento a la gente vibrar conmigo. Todos salen a realizar sus
actividades. Estoy feliz. Otra vez regreso al año mil ochocientos ochenta y
nueve. Es maravilloso. Desde cualquier esquina puedo ver la flamante Torre
Eiffel. Siento fascinación por esa estructura; sé que muchos no, lo veo en sus
caras. Pero a mí todo me resulta emocionante. Es mi primera vez en el continente
donde mis padres nacieron. Camino y, mientras más avanzo, las imágenes se
vuelven más nítidas. En esta esquina saludé al señor de levita azul que,
amablemente, ahora, otra vez, me enseña su galera. Debo tener prisa. Esta vez
quiero llegar primero. Heredé este viaje y por eso lo voy a volver a disfrutar.
En la herencia de mi abuelo también se detallaba esta travesía. Él había
participado en la Exposición Universal de París del año mil ochocientos setenta
y ocho. No había día que no me hablase de las particularidades de su viaje.
Siempre tenía a mano una nueva anécdota. Hasta que murió fue un cuenta gotas de
aventuras y misterios. Hoy sufro la maldición de mezclar sus recuerdos con los
míos. Porque su fascinación por aquel año hoy es parte de mí. Estoy colonizado
por dos obsesiones. La suya y la mía.
La
Exposición Universal de París me daría muchas ideas para llevar a mi tierra,
que es tan mía como estas calles y estos adoquines. Pero no quiero pensar
demasiado en pequeños detalles. Acelero mis pasos. Seré de los primeros en
ingresar a la Galería de las Máquinas. Pero como aquel día, descubro en esta
pesadilla la calle de los pabellones. Son construcciones que desbordan la
arquitectura de los países que representan. Paso por la puerta de mi país, siento
seguridad. Entro. Saludo. Me presento. Tampoco. Nadie me conoce. Me miran como
se mira a un espejo empañado. Decido pasar desapercibido. Si mi padre se
enterase de este destrato, todos serían fusilados. Pero no me angustio por
ello, ni por los crímenes que rodean mi historia familiar. Que la historia nos
juzgue o no, poco me interesa. Una mujer entra y siento desfallecer de amor. Da
un vistazo rápido y parece que nada la atrae. Pregunta por otro pabellón.
Saluda con elegancia y se marcha. Persigo sus pasos. Me hago una pregunta.
¿Entre tanta gente quien puede reconocer mi actual obsesión? Todos la miran. De
repente se cruza con un hombre, parisino. A él también lo observan, no por su
porte elegante, que por cierto no lo tiene, sino por sus maneras de artista.
Caminan juntos. Yo avanzo solo. Llegan a la esquina y doblan. Unos metros más e
ingresan al Museo Etnográfico de Trocadero. Siento una desconexión en la línea
temporal. Suspiro porque sé que los recuerdos de mi abuelo entraron en escena.
Créanme, todavía tengo lapsos de cordura. Sonrío. Toco mi cara y la siento
suave. Me peino. Froto mis dedos. Muevo frenéticamente el cuello y vuelvo a
suspirar. Quiero saber más de ella. Ingreso a tientas al primer salón de
exposición. Un silencio que aturde y una imagen que desespera. En la sala se
muestra una momia. Es una imagen espantosa. Horror. Sí, el silencio de todos
emana espanto. Hay un rechazo generalizado. Pero yo siento respeto por ese ser;
decido acercarme. Siento un ahogo. Mi garganta se cierra. La mujer y el
individuo con maneras de artistas están petrificados viendo esa figura muerta. Ella
lo contempla asombrada. Él pareciera que, con su mirada, registra cada
impresión de una humanidad desesperada. <<Vámonos, Edvard>>. La mujer le dice con dulzura. Lo noto
turbado. Cruzo miradas con la mujer y salgo consternado. Sentí el pavor futuro
de un siglo sangriento. Lloro a escondidas en un baño del museo. Sí, siento
angustia, mucha. Algo atravesó para siempre mi mente. Tal vez sea la maldición
de esa momia. Al recordarla, siento estar envuelto en vendas de locura que
asfixian mi cuerpo. Como si mi naturaleza muriese en múltiples partes y cada
una de ellas al desprenderse y caer al suelo cobrasen vida y reprodujesen mi
ser en distintas versiones, siento que habito en múltiples fragmentos de un
espejo que ya no me refleja como antes. Todo a mi alrededor se transforma en
colores intensos, y el frío de París es ahora el calor del meridiano de
Ecuador. Una sucesión de rojos y naranjas invade mi mente y si cierro los ojos,
todo se calma. Pero ¿quién puede andar por esta vida sin el don de la visión? Los
ciegos de espíritu. Y yo quiero seguir viendo a ella, que, cuando me mira, se
transfigura en un hermosa golondrina que toma impulso y se pierde en el cielo
con una flor en sus labios.
III
A diferencia de
otros, este nuevo amanecer me esperanza. Tal vez sea la poca humedad del
ambiente o que, por primera vez en mucho tiempo, despierto sin un sobresalto.
Aunque la voz suave del padre y el evangelio me calman, la ansiedad en la cual
vivo hace tiempo me hace pensar en el relato de un amigo que una vez fue a
París y me habló del cuadro “El Grito” de Edvard Munch. Siento horror. Mi
abuelo y yo estuvimos en un momento de inspiración. Pero no alcanza, jamás lo
hará para aquel que es testigo presencial de sus propias pesadillas. Fue en un
sueño donde encontré la locura y en mi mente perdí el recuerdo de mi nombre. No
el de todos, sólo el mío, como si fuese mi castigo borrar cada recuerdo de mi
identidad. Sé que está ahí, bien al final de este camino sinuoso. Porque mi
nombre es la última propiedad que deseo perder y porque la memoria es parcial,
no así la verdad, que es absoluta y nos intimida desde lo profundo del ser
clamando nuestra identidad.
Milton me miró
con ojos llorosos. Sintió mi padecimiento. No sé si estoy encerrado en la
abadía o en el manicomio. Me dijeron que puedo salir libremente, sólo debo
avisar. Pero no puedo, juro que no. El mundo que vi en mi sueño no está ahí
afuera. O tal vez sí. Siento miedo. Sería una gran decepción salir y no
encontrar lo que vislumbré en mis penumbras. Tal vez, todavía falte un siglo.
Pero no puedo esperar tanto. Fue sublime, también aterrador. Una imagen de un
futuro que ya no está en nuestras manos. Un futuro que compartiremos con otra especie
más inteligente que nosotros. El tiempo pasa, y cada día es más intenso. Ese
lugar de penumbras y murmullos me aterra, también me esperanza, porque es sólo
ahí donde finalmente puedo acercarme a esa visión que me quema por dentro y
condena a esta locura. Sólo Dios y yo podemos ingresar a este lugar de
infinitos pasillos. Para él está reservada la totalidad, para mí, un reducto
ínfimo de ese vasto universo que tiene mi rostro pero sólo las palabras del
Señor. Y aunque estoy agradecido por su castigo y entiendo que nunca podría ser
Él, jamás lo condenaría a esta desventura. Cada luz que vislumbro me trae un
recuerdo; puede ser de mi infancia, de mi abuelo cazando un faisán o de mi
madre cocinando junto al servicio doméstico. Pero hoy la claridad es más fuerte
y una voz lejana hace más intenso el resplandor.
Camino y,
mientras más me adentro en la penumbra y los murmullos se vuelven más nítidos,
recuerdo a la momia, pienso en Edvard y en esa mujer y quiero ser yo quien
inspiró El Grito; porque me agarro con ambas manos la sien y mi mandíbula cae
al piso, y aunque quiero gritar con fuerza, sé que el silencio es más aterrador
que la palabra “infierno”, y tal vez, ese grito desgarrador haya sido la
redención de un hombre atormentado como ese artista. Las baldosas de este
corredor, infinito, oscuro y tenebroso como mi espíritu en este encierro, me
esperanza, porque el dicho lo anticipa: al final del túnel, hay luz.
Corro, como un
jabalí desesperado que va en defensa de su cría y con el aullido del espanto logra
su cometido; mi miedo desaparece por un rato, se hace a un lado; hay una
puerta; está entornada; me acerco a la mirilla pero ese agujero es igual al
iris de mi ojo. Entro. Hay seres sin vida que tienen movimientos mecanizados.
Sus figuras no son humanas, tampoco naturales. Cada uno de ellos realiza una
tarea distinta. El primero a mi vista está sentado con una hoja en su pequeño
escritorio. Escribe con tinta negra, y su trazo es muy seguro. Me acerco, es un
pentagrama, y cuando lo toco, una música celestial sale de su escritura.
Emoción. Sosiego. Pero no me detengo. Hay otros. Sí, siempre hay otros. Más
lejos de él, hay otra máquina frente a un bloque de piedra, blanca, maciza y
cristalina. Cada vez que el cincel da forma a esa idea instalada en los movimientos
de este ser de metal, una nube de polvo cubre la escena. Siento que estoy en
una obra teatral. Aunque no estoy en el elenco, me siento importante; soy el
único espectador de esta premonición. ¿Quién me creerá?
La magia subyace
a los hombres de ideas, y Dios los anima a cumplir la función en el espectáculo
de nuestros sueños. Me acerco para descubrir el detalle que va tomando la
escultura. Es un hombre que enlaza con pasión a una bella mujer. Pareciera que
Proserpina es raptada, pero al tiempo que sucede su tragedia, disfruta sentir
su carne hundida por la mano de Plutón. Maravilloso; Bernini siempre lo será
porque entendió que toda tragedia es en realidad una historia de pasión.
Escucho unas voces suaves; parecen ninfas que entonan una canción de amor. En
un escritorio hay tres máquinas que se miran entre sí y parecen disputar el
significado de la vida. Dialogan apasionadamente. Sus palabras no son claras,
es más, no parecen ser articuladas. Presto atención y, a medida que aguzo el
oído, suenan cada vez más latosas. Es una imagen extraña. Me acerco y, cuando
miro hacia el centro de la mesa, donde tienen apoyados los brazos, descubro que
sus palabras se imprimen en la madera y, como si ésta fuese una cinta que se
desliza prolijamente, las palabras se desplazan hacia una hoja que está a un
costado. La literatura que leo es hermosa. Pienso en Shakespeare y en
Cervantes. Me emociono. No puedo creer la belleza literaria que generan estas
tres máquinas. Respiro aliviado. Tengo ganas de amar. Pero una sombra y una
risa reclaman mi atención. En un rincón, donde todo parece más oscuro que el
resto, hay un hombre vestido elegantemente que retrata a una persona. Siento un
impulso. Intuyo una verdad. Me acerco. Con temor, respiro agitado. No es una
porción de mi memoria lo que se activa, es toda mi mente que comienza a
funcionar aceleradamente. Se me seca la garganta y siento que el suelo
desaparece. No me atrevo a mirar porque lo intuyo; soy yo quien está ahí. Soy
yo quien se desespera y quien quiere clamar su nombre pero no lo recuerda. Es
Edvard, es esa mujer, es un futuro que me impacienta y un presente parecido a
El Grito.
IV
Siento los gritos
desesperados, el llanto por las noches, golpes en las paredes de personas
encerradas en esta casa de locos. El techo filtra humedad. La ventana, la única
y pequeña que ilumina este terror, filtra un frío abrasador. Me duelen las
rodillas de estar tanto tiempo de pie. Busco siempre una brisa que me golpee la
cara y me haga sentir libre otra vez. Silencio. Alguien se aproxima a mi
puerta. Escucho los golpes sobre la madera y lo entiendo. Estoy libre. Sacudo la
cabeza y digo que no es posible. Dudo. Me esperanzo y me animo a empujarla muy
suavemente. El chillido del postigo me asusta. Pero no hay nada que temer.
Estoy solo. Una luz que proviene de lejos ilumina el corredor. Todo son bloques
de roca oscura. Camino. Por momentos voy rápido, por momentos cuido mis pasos.
Silencio. Nadie parece estar despierto. Toco la pared para que la roca me
sostenga y me doy cuenta que es una pared alisada. Abro los ojos, y un destello
profundo me invade hasta el interior de mi sien. Todo es liso y blanco. Me
mareo. Quiero llorar. Nunca percibí tanta claridad en mi vida. Algunos
murmullos llegan a mis oídos. Parecen máquinas de escribir. A medida que avanzo
se hace más marcada la intensidad de las teclas. Tengo un leve recuerdo de
haber escuchado algo parecido, pero no, este sonido es más intenso. Se me
acelera el corazón. Siento a los estímulos que alcanzan mis sentidos como una
oportunidad. Porque todo está en expansión aunque me siento contraído hacia mí
mismo, hace años.
Estoy
obsesionado. Lo sé. Tiempo atrás aprendí a reconocerlo. Alguien chista desde
una puerta cercana. Mis pensamientos son palabras audibles. Siento curiosidad.
Medito. Dudo. Avanzo y cuido que mi sombra no alerte a nadie. Me agacho. Gateo
hacia la puerta y, cuando entro con mi vista, descubro hombres sentados en una
fila infinita y todos ellos mirando hacia sus máquinas de escribir. Todos
presionan las teclas en simultáneo. Parecen ser parte de una gran máquina que
procesa información. Respiro aliviado, ya no me siento solo. Suspiro y todos
ellos lo hacen. Me siento acompañado, ese gesto es una compensación a tantos
años de soledad. Ya entré en confianza. Tomé valor. Debo ser osado. Me pongo de
pie y camino hasta el primero de la fila. Me mira, se parece a mi maestro de
quinto grado. Camino por detrás de ellos y, cuando llego a la persona sentada
en la posición número trece, descubro que su rostro es igual al primero. Miro hacia
arriba en busca de una palabra divina que me serene y descubro una cuerda que
cuelga. Siento curiosidad. Jalo de ella, y veo cómo la silla de este ser de
metal y mecanizado se transforma en un inodoro que lo absorbe en sus entrañas.
Desaparece. ¿Quién no se espantaría ante semejante descubrimiento? Yo no. La
curiosidad es más fuerte que el horror. Pongo atención en lo importante. Miro
la hoja. Mis músculos se petrifican frente a lo que leo. Mi fecha de
internación está escrita. Nada más. Cierro los ojos y sacudo la cabeza para
despertar de la pesadilla. Pero no. La hoja que tiene el de al lado también
tiene algo escrito pero con una salvedad; la fecha cambia. Ya no es el día de
mi ingreso, sino el de mi nacimiento. Todo resulta extraño pero emocionante.
Camino un poco más y me detengo detrás de la persona que ocupa la posición
veintitrés. Toco su pelo y siento el mío electrizarse. Podría decir que fue una
sensación fea y salvaguardar mi cordura, pero no, sentí placer. Miro hacia su
hoja y descubro otra fecha que me inquieta, diecisiete de abril del año dos mil
cuarenta y nueve. Rápidamente saco la cuenta y descubro que faltan más de
ciento veinte años para ese día. Siento terror. De repente la persona comienza
escribir. Todas palabras inconexas y sus manos veloces. Hasta que se da vuelta
y me mira a los ojos mientras escribe lentamente algo más, mi nombre, Armando
de Elizalde Concepción.
Despierto.
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