Lo Último

Luz de noche.

Por Inés Arteta.
"El hecho nos angustia porque nos muestra la ironía del destino, que no hace excepciones y es, de una manera pavorosa, omnipotente."

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Memorias de un cazador o Relatos de un cazador, (según si la edición es de Cátedra o de Longseller) del ruso Iván Turgeniev, fue escrito en el siglo XIX, y hoy nos atrapa como un libro moderno, con una voz narradora ágil, concisa y fácil de seguir, que nos deja rumiando sobre lo que le ocurre a sus personajes. El narrador es un hombre que va de caza en Spasskye, al sur de Moscú, y en plena naturaleza, sabe observar. Nos lleva por lomadas, cabañas entre abedules, estepas y bosques. Señala pájaros exóticos y pájaros comunes, permanece agazapado detrás de unos arbustos durante horas, esperando un faisán para cazarlo; nos lleva hacia un lago, un río, varios ríos, oímos a lo lejos el ruido de las astas de un molino, contemplamos tormentas, soles, ramas de abedules sacudidas por el viento. De repente se hace de noche y el cazador se detiene a descansar en la cabaña de un campesino, en un establo, en una hostería, en el medio del bosque frente a una hoguera. El cazador es un aristócrata que disfruta de un trozo de pan o de unas papas caldeadas en las brasas a la intemperie, de comerlas con las manos, zafando de los modales de su frígido palacio, mientras palpa la naturaleza con toda la piel de su cuerpo. Y, mientras caza animales, pareciera cazar historias de los campesinos con los que se va topando. Los interroga y nos deja escuchar sus historias. De una manera sutil, austera, casi casual, expone la atroz esclavitud de la que eran víctimas. Hasta que él no los puso en escena cuando en 1847 los relatos empezaron a ser publicados en la revista El contemporáneo, los campesinos no habían aparecido en la literatura rusa. Figuraban como decorado, en los márgenes de los acontecimientos narrados.
La obra de Turgeniev pertenece a lo que se llama “realismo crítico ruso”, que es una corriente que pretende representar la “verdad de la vida”, y ofrece personajes “pequeños”; es decir insignificantes y ordinarios, con historias dramáticas pero muy cotidianas. La publicación de los relatos de Turgeniev causó una impresión profunda en los lectores rusos. Los reaccionarios los consideraron “incendiarios” y el autor fue vigilado por el zarismo. Los campesinos y la vida en los poblados del campo son retratados con afecto y profundidad psicológica. Turgeniev los muestra inteligentes, sagaces, honrados, generosos en contraposición a los terratenientes crueles, inmorales e intelectualmente limitados. Pero eso no significa que se vean de una manera plana, de buenos contra malos. Al contrario, los campesinos son personas de carne y hueso a los que les pasan cosas. Son contradictorios, tienen virtudes y defectos, algunas veces pueden ser miserables, en general son dóciles, pero siempre nobles. 
El cazador, el mismo Turgeniev, se encuentra con ellos en el camino. Por ejemplo, de repente la lluvia lo toma desprevenido y se pierde en un bosque tupido. Al anochecer, encuentra un campamento de chicos, hijos de siervos, que han llevado sus caballos a pastar. Les pide que le permitan permanecer con ellos hasta que salga el sol. Se recuesta contra un tronco, cierra los ojos. Se hace el dormido para escuchar la conversación de los chicos, que cuentan cuentos de duendes durante toda la noche. De ese modo, conocemos las supersticiones campesinas, sus miedos y cómo interpretan la vida humana. Cuando el cazador los deja en la madrugada, se va con una sensación nueva, una especie de alegría desconocida y una percepción de la vida que antes no tenía. Los chicos, ahora, son personas reales en vez de anónimos miembros de la clase campesina. Entre ellos, sentimos a Pavlusha como predilecto, porque parece el más valiente y resuelto. Algo en nosotros quiere estar ahí con esos chicos, los caballos, el cazador compasivo, la charla sobre duendes y la noche de temperatura perfecta. Al final del relato, Turgeniev nos cuenta que al final de ese año, Pavlusha murió al caer de un caballo. El hecho nos angustia porque nos muestra la ironía del destino, que no hace excepciones y es, de una manera pavorosa, omnipotente.
En todo momento, Turgeniev nos trata como lectores inteligentes: nos cuenta historias maravillosas sin explicárnoslas. Nos permite rellenar los silencios con nuestra propia percepción, nos deja charlando con nuestra propia voz interior en vez de “enseñarnos” lo que debemos aprender.
En otro de los relatos el narrador-cazador nos relata que se engripó y, convaleciendo en una hostería de un pueblo, el médico del condado le cuenta algo que le sucedió, una historia que él mismo no llega a entender. Había ido a atender a una chica que estaba muy grave y, desesperado porque la enferma era tan joven y tan bella, se quedó en su casa, en la que vivía con su madre viuda y sus hermanas, tratando, en vano, de que se recuperara. El médico sentía que se iba enamorando de la chica, pero cuando lo cuenta no se da cuenta de que esos sentimientos se mezclaban de compasión, de la impotencia que sentía de que muriera una chica tan bella y joven. La enferma, percibiendo que la muerte la acechaba, sintió un pasmoso ataque de amor por el médico. Parecería que la chica no quería morir sin haber sentido el amor, –al menos el médico no sabe la razón del repentino amor de su paciente–, que se lo expresó a la madre y a las hermanas. La revelación, repleta de dramatismo, parece una ceremonia de matrimonio en el lecho de muerte. El médico cuenta todo esto sin decir que, si otras fuesen las circunstancias, la chica jamás lo hubiese mirado porque ella lo supera en alcurnia y, además, es demasiado bella para él. Ni tampoco qué es lo que ese suceso le otorgó a él, que tiene nombre de tonto y siempre se sintió medio tonto. El médico no sabe muy bien por qué cuenta esa historia, solo siente el fuerte deseo de contarlo para ensayar comprenderlo, y en ningún momento parece ser consciente de la ironía que contiene su autoretrato. El cazador que lo escucha, no lo ayuda, como si él no fuese más sabio o conocedor del alma humana que el médico. Nos deja a nosotros aportar nuestra comprensión o nuestra empatía, como si estuviese claro que cada uno de los lectores tuviese su propia visión de los hechos de la vida. Porque Turgeniev no predica doctrinas, no propone un remedio para el mundo. Sólo percibe, con mucha nitidez, ciertas debilidades del carácter ruso y las expone con candor y sin falta de amabilidad.
En otro momento de cacería, el cazador y el siervo que lo acompaña, Yermolai, piden al molinero que les deje pasar la noche en su casa. Los atiende Irina, la esposa del molinero, que va y viene con mensajes de su marido, que no quiere permitirles quedarse porque tiene miedo a que los cazadores le provoquen un incendio. Al final lo convencen de que los deje acampar en el establo. Mientras los escuchamos a los tres conversar esa noche bajo las estrellas, nos damos cuenta de que Irina vive una vida sin amor. El cazador nota que tiene modales más finos que los de la gente de campo y le pregunta si ella antes era la dama de compañía de una señora en la ciudad. Ella le responde que sí y el narrador recuerda que años antes, le escuchó a un amigo opulento aristócrata quejarse de la ingratitud de la excelente dama de compañía de su esposa (mucama personal), que había pedido permiso para casarse con el cochero. Este aristócrata, (que, hasta la emancipación de los siervos eran sus dueños) por más que le dolía dejar a su esposa sin una excelente dama de compañía, había tenido que darle una lección magistral a la chica que había osado pedir permiso para casarse. Ellos no querían empleados casados porque eran un fastidio, así que rapó a la chica y la envió al campo, lejos del cochero. El narrador une aquella historia con la de Irina. A ella, una vez en el campo, un molinero pagó por su manumisión, porque ella era capaz con los números, entonces le servía. El relato termina con un diálogo entre Irina y Yermolai en el que se entrevé que son amantes, quizás el único desahogo de Irina. El narrador no condena la actitud del amigo aristócrata, él pone el foco en el modo como una clase social trata a la otra, que le pertenece. El final, como el de los demás relatos, es austero y como casual. Parece decir que la vida continúa.
La voz narradora de todo el conjunto de relatos no se distingue de la del propio Turgenev, que es sabiamente pasiva, gentil, y meticulosamente observadora. Quizás su virtud sea la de mostrarnos algo que está ahí, siempre estuvo, pero no alcanzábamos a ver sin su ayuda. Nos hace observar el misterio de aquello que, aparentemente, es de lo más común.

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