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Jorge Luis Borges. Sobre algo que no cambian a lo largo del tiempo.
Jorge Luis Borges. Sobre el infierno, el paraíso y los hombres.
"El infierno y el paraíso me parecen desproporcionados. Los actos de los hombres no merecen tanto."
Jorge Luis Borges. Sobre la medida del tiempo.
"Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo."
#librosrecomendados | Jorge Luis Borges. El Aleph.
La mayoría de los cuentos reunidos en este libro pertenecen al género fantástico. Algunos surgieron a partir de crónicas policiales, de pinturas o simplemente de la visión de algún conventillo; otro explora el efecto que la inmortalidad causaría en los hombres; hay una glosa al Martín Fierro, sueños sobre la identidad personal y fantasías del tiempo. El cuento El Aleph, publicado por primera vez en 1945, aborda uno de los temas recurrentes en la literatura de Borges: el infinito. Porque en esa esfera resplandeciente confluyen de un modo asombroso todos los tiempos y todos los espacios.
«Vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra.»
¿Lo leíste? ¿Qué te pareció?
#voces | Jorge Luis Borges. Ajedrez.
Nuevo #voces. “Ajedrez” de Jorge Luis Borges.
Una interpretación de Marcos Ferrante.
Una interpretación de Marcos Ferrante.
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Jorge Luis Borges. Sobre si pudiéramos comprender qué es una flor.
"Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo."
Emma Zunz, una mujer de vanguardia.
Por Inés Arteta.
Emma Zunz es una protagonista atípica en la obra borgeana: una mujer judía, obrera, pacífica, de 18 años, que, en los años 40, invierte el mandato cultural de la época según su propio sentido de la justicia y del honor.
“Emma Zunz” fue publicado en septiembre de 1948 en la revista Sur
y luego incluido en la edición de El Aleph al año siguiente. Es una pieza rara en la obra borgeana. Escapa al
mundo de las orillas de Buenos Aires de principios del siglo XX, a los
cuentos de compadritos, de duelos, y a las historias fantásticas cuyos tópicos frecuentes son la
biblioteca infinita, el laberinto, la cábala.
Según
lo reconoce en el Epílogo de El Aleph,
la historia no se le ocurrió al propio Borges, sino que fue Cecilia Ingenieros
quien le propuso ese “argumento espléndido”, en palabras de Borges, que decía,
también: “tan superior a su ejecución temerosa”, una expresión de humildad
frecuente en él que conlleva el reconocimiento de que la historia lo intimidó,
que la determinación de Emma Zunz pudo haberlo inhibido.
Su amigo Bioy Casares
señala en su Diario que Borges decía: “ese cuento no es mío: me lo dio
Cecilia. Yo lo escribí porque me pareció extraño y dramático. Está basado en la
idea de venganza, que yo no entiendo. Si todas mis obras desaparecieran y sólo
quedara ‘Emma Zunz’, nada mío habría quedado”.
Sin
embargo, nada de esto debe convencernos. A Borges le agradaban los artilugios,
las trasposiciones, declarar que las anécdotas nunca le pertenecían totalmente
sino que le llegaban a través de ciertos intermediarios: así, invalida la primera mano y
socava la verosimilitud. Apela a la complicidad y la credibilidad de otros, lo
cual le permite tomar distancia de lo narrado, dudar, conjeturar. Como cuando dice: “Yo tengo para mí
que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó
(no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que
a ella ahora le hacían”. Y nos lleva a una primera conclusión: Borges no
se atrevía a conferirle la voz a una mujer sino por intermedio de lo que le había contado otra mujer. También
comentó alguna vez que el final de “La intrusa” (la mujer que se disputan dos
hermanos), sobre el que dudaba, se lo dio su madre, Leonor Acevedo.
Emma
Zunz es una mujer demasiado decidida para su edad. Y es judía. Acaso, como él
admiraba la cultura y religión judías, y especialmente la cábala, imaginara a
su determinada joven Emma como una Lilit, quien, según el Zohar, se retiró
indignada del Edén porque Adán pretendía someterla.
Lo importante es que Emma toma la decisión de vengar
la muerte de su padre. Sigue su propio sentido de la justicia y del honor
invirtiendo el mandato social de los años 40 en la Argentina, caracterizada por
una sociedad en la que el hombre –padre o marido– hacía valer su autoridad
sobre el honor de la mujer a su cargo.
Emma se entera por una carta que su padre murió
accidentalmente. Había ingerido por error una fuerte dosis de un sedante común en la
época llamado “veronal”, y decreta que se trató de un suicidio. De golpe,
siente malestar en el vientre y en las rodillas, una sensación muy femenina del
estado de shock. En seguida, siente culpa. La hija siente culpa por la muerte
de su padre. Luego levanta la carta que se le había caído al piso y la guarda
en un cajón junto a una foto de un galán famoso de cine mudo, Milton Sills. A
continuación, hace otra cosa muy femenina: se encierra en la oscuridad a llorar
mientras rememora días felices de la infancia. No recuerda bien a su
madre. Recapitula todo lo sucedido cuando ella tenía trece años y su padre,
cajero de la fábrica de tejidos Tarbuch, fue acusado de desfalco. Y que su
padre, el día antes de huir a Brasil, le había jurado que el ladrón era, en
realidad, el gerente de la fábrica, Loewenthal. Emma le cree a su padre, guarda
el dato en secreto y siente que ese secreto le confiere un sentimiento de
poder. Emma mantiene el secreto
durante seis años y desarma, así, otro estereotipo de la época: solo los
hombres son depositarios del rencor y del acto que deriva de ese rencor, la
venganza. Esa noche la pasa en vela, tramando la venganza.
A la mañana siguiente de recibir la noticia de la muerte de su padre,
Emma ya tiene todo planeado. Es el viernes de la víspera, y procede con pasos
fríamente calculados: va a la fábrica de tejidos Tarbuch, en la que ella trabaja, a pesar
de la infamia sufrida por su padre, y se declara en contra de la violencia ante
los rumores de huelga. Después se
somete a la revisación para ingresar a un club femenino
con sus amigas y calla mientras ellas hablan de novios, porque los hombres le
inspiran un temor casi patológico. El sábado amanece impaciente y aliviada de
que haya llegado el día de la reparación, y no siente inquietud por lo que va
a llevar a cabo. Cita a Loewenthal al atardecer en la fábrica con la excusa de
revelarle información sobre la huelga. Le tiembla la voz y eso conviene a una
delatora. Se acuesta a dormir la siesta y recapitula su plan. De repente
recuerda la carta que había recibido de Brasil y salta de la cama para
romperla.
Emma diseña el plan de venganza y ejecuta cada
paso como lo había previsto. Lo que atenúa y justifica el asesinato de
Loewenthal es el sentido de justicia que la impulsa: devolverle a su padre el
honor perdido, vengar su destierro, encontrarle una explicación al suicidio. Si
su padre se suicidó por un desfalco que no cometió, Loewenthal no puede vivir.
Un sentimiento radical, propio de un dogma –religioso– y no del accionar de una
mujer de 18 años. El narrador de Borges apunta que la muerte de su padre “era
lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin”.
Además, que Emma ya había vislumbrado los hechos y, de algún modo “ya era la
que sería”. Signada por esa muerte que ella considera injusta y prematura, debe
resarcir y resarcirse del agravio. No tiene escapatoria. Está ante un dilema.
Si ella procede como finalmente procederá, es porque obedece a un destino. La
muerte de su padre no es un hecho más en una larga cadena de hechos: es el que
la empuja a provocar otro que, a su vez, será decisivo en su propia vida. Esa
ejecución le arrebata la voluntad. Voluntad o predestinación. Emma encarna un
dilema moral y religioso en el que Borges siempre colocó a sus personajes
masculinos: compadritos, orilleros,
hombres de coraje y valor físico que cuando recibían una ofensa, como Emma, la
saldaban con el uso del cuchillo.
Emma descarta al primer marinero para que no le produzca ternura y
elige uno bajo y grosero (en las antípodas de Milton Sills) para no mitigar la
pureza del horror de la violación, que al narrador le parece más grave que a la
propia Emma. Se trata de un descenso al infierno para garantizar el
cumplimiento de su personal visión de la justicia.
Y aún más: Emma elige a un marinero extranjero no
solo para saberlo fuera del país al día siguiente, cuando fuese interrogada por
la policía, sino porque debía ser alguien extraño, ajeno a su propósito; como
una fuerza de la naturaleza que opera sin lógica ni justificación. Luego de su “martirio”, su cuerpo siente una tristeza y un asco que
la rescatan del temor que le produce haber roto, en un día de Sabbath, los
billetes que le dejó el marinero sobre la mesa de luz. La fatiga es su fuerza
para concentrarse en continuar con su plan mientras se dirige a la fábrica a
encontrarse con su víctima, un hombre miedoso: teme a los ladrones y todo el
mundo sabe que por eso guarda un revólver en su escritorio. De repente, frente
a Loewenthal, más que la urgencia por vengar a su padre, siente la necesidad de
castigar el ultraje padecido para ello. Después de su propia deshonra, ya no
puede no matarlo.
Este es otro tópico del universo borgeano. Borges
escribió sus relatos en un mundo en el que regía el sentido del honor. Sus
personajes nunca lo desconocen; al contrario, actúan guiados, antes que nada,
por ese valor. Es la razón del acto que ejecuta el compadrito, el orillero. La
única ley a la que se someten. Así, el cuerpo de Emma,
que debía ser sólo instrumento para la justicia, se
convierte en causa, en la fuerza que origina sus
actos. Teatraliza que se siente perturbada por delatar a
los conspiradores de la huelga y de ese modo logra que su víctima vaya a
buscarle un vaso de agua y así poder tomar el revólver del cajón del
escritorio. Cuando Loewenthal regresa, le pega dos tiros y un tercero cuando
está desplomado en el piso, para callar sus insultos. Luego, al llamar a la
policía, la misma Emma sabe que tiene que aclarar que lo ocurrido es algo
increíble: el viejo Loewenthal la abusó y ella lo mató.
Lo insólito se impone debido a la verdad del tono de Emma, de su
pudor, de su odio hacia Loewenthal; pero,
también y antes que nada, por la vergüenza y el ultraje. Su vida ya no tiene
vuelta atrás: ha perdido su virginidad y ha asesinado a un hombre en defensa
propia. En defensa del honor de una familia que nunca debió ser mancillado.
Si hacemos una breve recapitulación, vemos que
Emma Zunz se desplaza desde un presente tranquilo y rutinario –que a sus 18
años muy poco le ha mostrado de la vida que le queda por vivir– hacia un futuro
que debía ser pleno y promisorio. Sin embargo, a esa edad ingresa en un tiempo
de zozobra e incertidumbre porque se entera de la muerte de su padre. Ese hecho
marcará cada uno de sus días, dice Borges, porque los hechos extraordinarios
eluden la línea del tiempo. El plan de Emma destinado a matar a Loewenthal es
un plan de reconstrucción de un orden perdido. Todo estaba más o menos bien
hasta que llegó la carta del Brasil. La decisión de Emma es propia de las
mujeres de nuestro siglo: asume la tarea de la vindicación, de reivindicar a su
padre, de restituir un orden quebrado por un hecho injusto.
Las cualidades que suelen
denominarse como “esencialmente femeninas” – sensibilidad, debilidad física,
posición secundaria en la familia, desposesión, pasividad– están totalmente
ausentes en Emma Zunz, tal como corresponde a un prototipo precursor.
El cuento de Borges es compacto e
intenso: todo sucede con celeridad, como si Emma actuase irracionalmente, una conducta que, es muy
probable, estuviera en la intención del narrador. Esa frase colocada al
comienzo del relato, “ya era la que sería”, no solo anticipa su acción
desmesurada –matar a Loewenthal dentro de la propia fábrica– sino que la hace
objeto de la fuerza arrasadora de la venganza. No hay en Emma duda ni temor,
procede como impulsada por un designio superior. Así, la carta deriva en dos
crímenes que se precipitan, que transcurren en el término de un solo día: el
que ella misma se inflige y el del gerente.
Emma refuta, una a una, las
cualidades esenciales de lo “femenino”. En principio, uno podría pensar que ya
había planeado la muerte de Loewenthal antes del suicidio de su padre. Si no,
¿por qué continuó trabajando en la misma fábrica? También, que después de
someterse a la vergüenza de ser desvirgada por un marinero tosco y extraño,
tuvo la posibilidad de arrepentirse de matar al gerente. Pero ella mantiene su
decisión con firmeza. Ni pasividad, ni sensibilidad –podría haber sentido
lástima por Loewenthal, apiadarse de él– ni debilidad física o intimidación al
enfrentarlo, además de simular lo que no era –una delatora–, en el propio
despacho de su futura víctima. Ella es una mujer que, a la inversa de Hamlet, no duda ni un segundo en vengar la muerte
de su padre. Por más que él, para ella, seis años después de que se fugara al
Brasil, era solo una voz, la que a los trece años le había dicho que el ladrón
no era él mismo sino Loewenthal. Emma es una chica de los años 40 del siglo pasado que hoy podría
ser la abanderada de #NiUnaMenos.
Venganza sin tregua ni concesión.
Por Inés Arteta.
La Orestíada de Esquilo.
“La venganza no es menos
vanidosa y ridícula que el perdón”.
Jorge Luis Borges.
Todos
nos identificamos con el deseo de venganza. La
literatura universal alberga múltiples historias que abordan la venganza; y,
casi siempre, nos parece posible identificarnos y hermanarnos con los protagonistas que la llevan a cabo. El
tema de la traición y la venganza están presentes en los mitos griegos antes de
La Ilíada y le da un sentido de honor
a sus protagonistas y de justicia a sus acciones. Los dramaturgos griegos de los
siglos VI, V y IV AC exponían los sentimientos que todos experimentamos, como si fuesen tan consustanciales al ser humano que no se planteaban la
necesidad de explicarlos; mucho menos de categorizarlos en detestables y admirables. “¿Cómo no ha de ser
justo volver mal por mal a un enemigo?”, pregunta el coro de la trilogía La Orestíada, de Esquilo, el más antiguo
entre los maestros dramaturgos griegos.
“A un ultraje se responde con otro ultraje”, insiste el coro, y refuerza: “Quien tal hizo, que tal pague”. El castigo era una acción merecida por quien había cometido una falta: “Al cabo
de un tiempo, la Justicia descargó sobre los hijos de Príamo”, llama la atención
el coro, al divulgar la caída de Troya.
Tanto
Esquilo como sus sucesores Sófocles y Eurípides escribían sobre el bien y el
mal, que coexisten en el mundo, y sobre las
fuerzas contradictorias que gobiernan a los humanos y que tanto nos confunden. Sus
obras no aportan respuestas a los sufrimientos; nos muestran que los padecemos como
algo inherente al
ser humano, un ser contradictorio, negador de lo que abomina de sí mismo,
envidioso, acaso arrogante, rencoroso, pasional y vengativo. Aceptada la naturaleza
humana, los griegos consideraban que el pecado más grave y por el que los
dioses y el destino debían castigarnos irremediablemente es la hybris. La desmesura. Pasarse de largo. Creérsela,
en nuestro lenguaje actual. Y entre sus formas, el peor de los excesos: la
soberbia.
La red de
Clitemnestra.
En
la primera parte de las obras que componen La
Orestíada, justo antes de que Agamenón muera de
una manera deshonrosa, desnudo, al
lado de la bañera, su cabeza amputada por el hachazo de su esposa Clitemnestra,
esta lo había convencido de faltar a la modestia: él había regresado de la toma
de la ciudad de Troya e ingresado triunfalmente en su ciudad, Argos, pisando la
alfombra púrpura solo reservada a los dioses. Agamenón sabía que no era buena
idea, pero cedió a la vanidad y a la ostentación, y murió humillado.
El
drama corresponde a la época de la guerra de Troya (1200 AC), pero Esquilo, en 458 AC, lo dirige a una audiencia de ciudadanos
atenienses que ya conocía la historia sucedida casi
ocho siglos antes. Su público está al tanto de los mitos que se habían
escrito, a partir de los que nacían los recitados en
los festivales públicos y las pinturas en las paredes de los templos, en
vasijas, espejos, tapices y escudos. Esquilo
caracteriza a la necesidad, a veces como un arnés que un caballo empuja y otras
como una red en la que una persona es atrapada como
si fuera un animal de caza. Algo ineludible. Al salir de la bañera, Agamenón
cree que su esposa Clitemnestra lo espera con una toalla para cubrirlo, pero se
trata de una red en la que queda aprehendido para ser asesinado. Antes, Clitemnestra
había recurrido a una artimaña ingeniosa: fingió sentirse feliz por el regreso triunfante
de su esposo, le organizó una espectacular fiesta de recepción, lo persuadió de que usara la
alfombra roja para hacer su entrada gloriosa en la ciudad y, ya en el palacio,
le preparó un baño digno de reyes.
Esquilo
presenta a la audiencia ateniense su propia versión de la historia, conocida
por todos, sobre la familia Átrida, dentro de la que un crimen había generado
otro crimen y así una cadena interminable de venganzas. Además de los pecados
cometidos por él mismo, Agamenón ya estaba destinado a una muerte violenta a
causa del crimen primigenio de su padre, Atreo, quien le endosó una maldición a
su familia. Su audiencia lo sabía. Para el pensamiento griego, la crueldad
cosecha más crueldad en un ciclo que se renueva, como la naturaleza. En la
versión de Esquilo, la acción se tensa en el mal matrimonio entre Agamenón y
Clitemnestra y en el choque entre el hombre y la mujer. Esquilo recalca que
Clitemnestra tiene derecho a la venganza por varios motivos: ella se había
casado a la fuerza con Agamenón después de que él conquistara la ciudad de Pisa
de donde ella era originaria, y asesinara al rey Tántalo, su anterior marido, junto
al bebé que amamantaba. Además, Agamenón había abandonado la ciudad y su hogar durante diez años para conquistar Troya. En su ausencia hizo sacrificar a Ifigenia, una de
sus hijas, para que los dioses le proporcionaran los vientos necesarios para
llegar a Troya. Es decir que el rey prevaleció sobre el esposo y el padre. Y como si fuera poco, Agamenón vuelve de
la mano de una mujer y le pide a Clitemnestra que sea bondadosa con ella, a la que considera “la
flor escogida por él entre el botín del ejército”. Era esperable que Agamenón regresara con esclavas para su uso
personal, como parte del saqueo de guerra. Pero esta amante, Cassandra, era la
hija del rey Príamo de Troya, el padre de Paris, el que había provocado la
guerra quebrando las valoradísimas reglas de la hospitalidad llevándose a Helena,
la esposa del hermano de Agamenón. Helena, a su vez, era hermana de
Clitemnestra (y su historia de adulterio es otra muestra del choque entre el
hombre y la mujer).
Durante los diez años de ausencia de su marido, Clitemnestra había tomado por
amante a Egisto, que también estaba sediento de venganza hacia su primo hermano
Agamenón. Egisto era hijo de Tiestes, hermano de Atreo, quien había lanzado la maldición hacia su descendencia por
haberle asesinado a sus hijos y mutilado sus pequeños cuerpos para luego ofrecerlos como cena. Entre los griegos, era
famosa la historia de rivalidad entre los hermanos Atreo y Tiestes, quienes
habían competido por la corona de Micenas.
A
tal punto es vital en la idiosincrasia griega la necesidad de venganza como
reparación que, como un oráculo le había predecido a Tiestes que conseguiría revancha si procreaba con
su hija, éste consumó la violación. El fruto es
el propio Egisto, quien seduce a Clitemnestra y juntos devienen
regentes de la ciudad durante la larga ausencia de Agamenón. Y ambos ejecutan su asesinato apenas retorna de la
guerra de Troya.
La
red con la que Clitemnestra apresa a Agamenón representa la serie de
injusticias en la que estamos atrapados los humanos. No tendremos padres
asesinados por nuestras madres, pero todos somos víctimas y victimarios de
iniquidades, abusos o atropellos. Sobre todo, de injusticias: “En la carrera de
la vida, a veces los tiempos nos son favorables y a veces, adversos”, dice el
mensajero que anuncia la llegada del rey Agamenón. “Fuera de los dioses, ¿quién
podrá decir que pasó su vida entera exento de dolores?”.
El mandato de
Orestes.
Consumado el crimen, el desquite de la pareja queda abierto a la represalia.
Los hijos de Agamenón deberán vengar el asesinato deshonroso de su padre. Heredan
ese destino. El linaje de sangre derramada recae en Orestes, el único hijo
varón de Agamenón y Clitemnestra, quien debe poner
fin a la maldición familiar. Una nodriza lo había escondido y luego enviado
al extranjero para salvarlo de las manos de su madre, que buscaría matarlo
porque tenía la
certeza de que tarde o temprano el niño crecería y se vería exigido a vengar a
su padre. Los dioses aparecerían en su consciencia para recordárselo todas las
veces que fuese necesario.
Orestes
sólo podría ejecutar la venganza con la ayuda de los
dioses porque esa obligación lo atrapa en otra “red”: para vengar el
asesinato de su padre deberá cometer matricidio. Orestes regresa a Argos de su
exilio y lo primero que le sucede es verse envuelto
en la maraña de otro de los tópicos que les fascinaban a los griegos: la
identidad. En todas las obras de los dramaturgos griegos hay un momento en el
que el protagonista no es reconocido o no se reconoce a sí mismo. Edipo tiene
toda la evidencia delante de sus ojos para darse cuenta de quién es él, pero lo
ciega la idea de su identidad sin máscara, la
ignorancia sobre sus progenitores.
Electra
no reconoce a Orestes; con los años, él ha cambiado. Para su nodriza es más
fácil. Como el perro de Odiseo, ella lo conoce de niño y en la intimidad.
Enseguida puede “verlo”, aunque haya crecido.
Orestes
debe asumir que tiene una exigencia moral que llevar a cabo. Ese mandato lo
llena de angustia y quisiera eludirlo por sobre todas las cosas. ¿Acaso no nos
ocurre a todos que nos encontramos atrapados en una red de obligaciones morales de
la que quisiéramos zafar? El sufrimiento humano es lo que más le preocupa a
Esquilo. Para él, el ser humano aprende en el dolor; pathei matos: la sabiduría se obtiene en la adversidad. Mucho más
que una doctrina, una fe religiosa o las frases de un libro, para Esquilo el
verdadero aprendizaje se engendra en la experiencia personal. Es decir, el
conocimiento surgirá de nosotros mismos, en virtud de lo que nos aflige.
La
venganza ha sido la ley de la familia Átrida por generaciones; nada puede
limpiar las manchas de sangre salvo más sangre, que a su vez requiere de más
sangre aún. No hay solución para este círculo vicioso de violencia. Sin
embargo, en la tercera parte de la trilogía nos queda la sensación de que esta
vez las cosas serán diferentes. Apolo le había prometido a Orestes que no
sufriría por el crimen del matricidio y sabemos que sería extraño que un dios
se desdiga. Si él comete la más perversa de las infamias, matar a la madre,
finalizará el ciclo de venganzas o de justicia redistributiva de su familia.
Apolo y Athena intervienen para que entonces surja una nueva institución que
termine con las inacabables represalias: crean un tribunal que supere la
voluntad de una familia y represente la de la ciudad como un todo. El ciclo de
venganzas acaba así porque el hombre no puede construir una sociedad si se sumerge en un perpetuo baño de sangre. Una nueva
ley, más civilizada, sería la salida.
La ley y la
polis.
La
versión de Esquilo del mito de la venganza de Orestes es, entonces, también
política, ya que le muestra a su audiencia que el deseo
de saldar las deudas o los ultrajes en forma violenta debe ser reprimido y sometido
a la ley de la polis. La manera de liberarse de las redes vengativas consiste
en apoyarse en el sistema legal que ya evolucionaba en tiempos de Esquilo, una etapa de grandeza de Atenas que
comienza después de las batallas de Marathón y Salamina contra los
persas.
Para
Esquilo, los ciudadanos atenienses, atrapados en la tensión entre las
estructuras viejas de poder y las nuevas, de corte democrático, deben someterse a las nuevas, que a
sus ojos son mucho más saludables.
El impulso de vengarnos por un daño que no toleramos es común a los
seres humanos de todas las épocas. No hay en Esquilo personajes buenos y
personajes malos sino hombres y mujeres que enfrentan decisiones insoportables
y dilemas irresolubles. Todos son complejos y tienen sus razones. Agamenón,
Clitemnestra y Orestes se encuentran en un lugar trágicamente parcial. En el
caso de Orestes, su obligación filial –vengar al padre– choca con otra
obligación filial, la que le impone el afecto y el respeto hacia su madre.
Orestes
envuelve los cuerpos de Clitemnestra y Egisto en la toga de su padre y el ciclo
de desgracias queda condenado a resurgir, ahora contra él mismo. Pero la
versión de Esquilo de esta tragedia, extrañamente termina bien, porque el
tribunal olímpico lo absuelve, apelando a, como
decíamos, las leyes de las cortes de Athenas, el lugar apropiado para resolver hechos
tan graves como el asesinato.
La
violencia es simple: la gente lastimada lastima a
otra gente. El deseo de venganza es tan antiguo como la humanidad y,
para entender esta natural respuesta, debemos hacer a un lado nuestro
aprendizaje social y volver a sus raíces. ¿O acaso la reciprocidad no es la
base de los vínculos? “Ojo por ojo” o el equilibrio se rompe.
En
suma: Esquilo nos dice que la vida es injusta, así que debemos desarrollar mecanismos que nos
ayuden a enfrentar las decisiones difíciles que, indefectiblemente, aparecerán
en nuestro camino. Y así continuar hacia adelante. No hay otra salida.
Jorge Luis Borges. Sobre una forma interesante de amenazar.
"¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad."
Gabo & Borges. Laura Sorondo.
![]() |
Gabo & Borges. Laura Sorondo. 2016. |
Compartimos un cuadro muy especial, de dos escritores que con su obra inspiran a diario a lectores y escritores y a aquellos que se cruzan con sus reflexiones; Gabriel García Márquez y Jorge Luis Borges.
- ¿Le gusta García Márquez? - Pregunta Joaquín Soler Serrano.
- Sí, he leído "Cien años de soledad", uno de los grandes libros, no sólo de nuestros tiempos, sino de cualquier tiempo.
Laura Sorondo.
Inició su formación artística desde muy chica en el taller de Peter Malenchini. Siempre muy creativa, estudió Escenografía en la Universidad del Salvador, en Buenos Aires, Argentina.
Su personalidad curiosa e inquieta la llevó a realizar cursos de diversas temáticas relacionadas al arte. Desde Vestuario y Zapatos en el Teatro Colón, Iluminación con Magalí Acha, Historia del Arte en el Museo de Bellas Artes, Arquitectura Contemporánea en la S.M.U. de Texas y Arte Moderno en Dallas Museum of Art. Como mujer audaz, estudio Mecánica Automotriz en la Fundación Lory Barra. En el año 2013, junto con sus compañeros, logró armar un auto y exponerlo al público en Autoclasica.
Amante del arte en todas sus expresiones, fanática y creadora de Grafittis, su primer trabajo fue de la mano del cineasta Marcelo Piñeyro y el reconocido escenógrafo Uno Guzzo.
Hace siete años trabaja en The Walt Disney Company en el área de TV Operations, pero siempre anda con una birome en mano plasmando las ideas que, mágicamente, le fluyen todo el tiempo…
Jorge Luis Borges. Sobre el destino y el hombre.
"Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es."
Jorge Luis Borges. Sobre la muerte. Sobre la vida.
"La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene."
Jorge Luis Borges. Sobre los fanatismos religiosos.
"Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud."
Jorge Luis Borges. ¿Quiénes somos?
"Somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos."
Juan Lopez y John Ward. Jorge Luis Borges.
Les tocó en suerte una época extraña.
El planeta había sido parcelado en distintos países,
cada uno provisto de lealtades,
de queridas memorias,
de un pasado sin duda heroico,
de derechos,
de agravios,
de una mitología peculiar,
de próceres de bronce,
de aniversarios,
de demagogos y de símbolos.
Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras.
López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil;
Ward, en las afueras de la ciudad por la que caminó Father Brown.
Había estudiado castellano para leer el Quijote.
El otro profesaba el amor de Conrad,
que le había sido revelado en una aula de la calle Viamonte.
Hubieran sido amigos, pero se vieron una sola vez cara a cara,
en unas islas demasiado famosas,
y cada uno de los dos fue Caín,
y cada uno, Abel.
Los enterraron juntos.
La nieve y la corrupción los conocen.
El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender.
Jorge Luis Borges.
Fue un escritor argentino, uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX. Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.
Fue un escritor argentino, uno de los autores más destacados de la literatura del siglo XX. Publicó ensayos breves, cuentos y poemas. Su obra, fundamental en la literatura y en el pensamiento universal, y que además, ha sido objeto de minuciosos análisis y de múltiples interpretaciones, trasciende cualquier clasificación y excluye todo tipo de dogmatismo.
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