“La
ficción nos transporta a otro mundo desde el que vemos el propio para
encontrarle un sentido”.
Manuel
Puig es el autor argentino que recibió mayor cantidad de estudios críticos
internacionales después de Borges y Cortázar. La principal razón es aquella por
la que tanto se intentó –infructuosamente– imitarlo: el vaciamiento de
autoridad del narrador. Ni omnisciente, ni en primera persona ni narrador testigo:
nadie que cargue con la historia y defina la verdad interna del relato. Ni
siquiera la técnica de la omisión que vimos en
“Aplomo bajo presión”, de Hemingway y el “muestra pero no cuentes” que estuvo en boga de ahí
en adelante, una pauta por la que la historia se narra mediante acciones
que no le merecen al narrador opinión alguna, prescindiendo incluso de su
figura, tal como
lo hizo Puig. Diálogos, reportes policiales, reproducciones de entrevistas,
recortes de diarios y notas al pie componen la estructura de las novelas de
Puig, que se apoyan en el diálogo despojado, incluso en el diálogo
absoluto, como en El beso de la mujer
araña, una gran novela en la que el narrador se priva incluso de la
acotación “dijo Fulano” o “dijo Mengano”.
–Veo que me
entendés, te lo agradezco. Hasta mañana.
–Hasta
mañana. Que sueñes con Irena
–A mí me
gusta más la colega arquitecta.
–Yo ya lo
sabía. Chau.
–Hasta
mañana.
Y a continuación, una línea de puntos suspensivos indican el paso de un
día. El lector debe rellenar lo que no está y de ese modo participa del acto
creativo.
De
sus novelas, mi preferida es, precisamente
esta, El beso
de la mujer araña. Dos hombres encerrados en una cárcel porteña de los años
70: uno de ellos, Molina, es decorador de vidrieras y se siente mujer. Para
pasar el tiempo, le cuenta películas a Valentín Arregui, su compañero de celda,
preso político. Así, ambos logran distraerse del encierro. A
Molina, el compromiso político le parece irrelevante, y Valentín ve la
homosexualidad de Molina como un desperdicio en un momento en el que el mundo
está clamando un cambio político, hombres decididos a luchar por la
transformación social. A Molina lo consume el egoísmo al punto de haber
accedido a sacarle información a Arregui a cambio de una promesa de libertad.
A pesar de su resistencia
inicial, poco a poco, Valentín Arregui empieza a interesarse por las
narraciones de películas de Molina: aunque le cueste reconocerlo, le despiertan una sensibilidad que tenía dormida. Y gracias a
ese estímulo, empieza a aceptar una más amplia definición de masculinidad. Por
su parte Molina, gradualmente, comienza a ver a Valentín con compasión y
simpatía, pide comida para él y así pone en riesgo los privilegios que le
habían concedido sus carceleros. Cerca del final, Molina se ha acercado a la
manera de ver el mundo de Valentín (¿y por qué no, se ha enamorado?) y aprende
que él también puede asumir la responsabilidad de luchar por la injusticia del
mundo.
En El beso de la mujer araña, la novela que
consagró a Manuel Puig y que Héctor Babenco llevó al cine (también se ha versionado en comedia musical),
los diálogos alternan con el reporte de las entrevistas de Molina al
director de la cárcel, con notas al pie que contienen
informes “científicos” sobre el origen de la homosexualidad y, al final, el
informe del seguimiento policial a Molina cuando sale de la cárcel. Las
películas que relata corren en paralelo con lo que pasa en la celda, y reflejan
y anticipan lo que sucede entre ellos. También, funcionan como una telaraña que va atrapando al oyente, como en Las mil y una noches. Cuentista
y oyente juegan el juego del “contame y no me cuentes” y las narraciones son a
veces relatos fieles y otras veces se entremezclan con las películas que parecerían
ser la carnada que Molina coloca en su anzuelo para pescar un sincericidio de
Valentín, lo cual le allanaría el camino hacia la libertad. A pesar de ese
compañerismo inesperado, llega un punto en el acercamiento entre ellos es tan
profundo que el lector percibe que entregar a Valentín sería una terrible
traición.
Molina es, como
Manuel Puig, un obsesionado por el cine.
Para el personaje es una manera de huir del encierro de la cárcel; a Puig, el
cine le permitió huir de su pueblo de origen, General Villegas, y lo llevó tan
lejos que recaló, mediante una beca, en el Centro Experimental de
Cinematografía de Roma, en plena posguerra italiana. Puig no quería ser
escritor, quería ser guionista. Como fracasa en este oficio, elige el otro.
Para ambos –Molina
y Puig–, el cine es una puerta hacia un mundo ficticio que ayuda a soportar la realidad. La evasión funciona como un recreo
mental pero también es el medio para que dos
seres tan diferentes entre sí como Molina y Valentín se comuniquen. Ellos van gradualmente
encontrándose en los relatos de las películas de una manera más honda y vital que
si se hubieran cruzado en otro sitio cualquiera. El encierro franquea la entrada
de los argumentos y estos tienden un puente entre los dos convictos. Se
encuentran a sí mismos y cada uno logra una comunión con el otro. La “distracción”,
el correrse de la realidad, les allana el entendimiento y la sintonía que, de
otro modo, serían imposibles.
En El beso de la mujer araña, Molina teje la
red para que la araña –Valentín– caiga en ella y él pueda besarlo, como sucede en los relatos de las películas. La ficción
tiene esa capacidad de reflejar los sentimientos humanos mejor que la realidad,
al tiempo que libera la represión que, en mayor o menor medida, albergamos
todos los seres humanos. Nos sentimos identificados con una historia o con un
personaje o con una situación y ellos abren la compuerta de las sensaciones que
teníamos dormidas, que escondíamos o ignorábamos que habitaran en nuestro
interior. Al final, aquello que nos distrae, que nos permite evadirnos de la
realidad, paradójicamente, sería lo que más nos acerca a comprenderla y
comprendernos. Por esa razón, los griegos buscaban que los héroes de la
tragedia fuesen personajes psicológicamente vulnerables, que hubiera en ellos
una disposición al error que los hiciera pecar siendo “buenos”, así los
espectadores se identificaban con su desgracia y de ese modo experimentaban la catarsis, la purificación emocional que
les permitía aprehender la significación moral de lo que se veía obligado a
padecer el héroe.
Puig
hizo un arte de la copia y del montaje de voces. Después de La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas, basadas en los
recuerdos de las largas tardes pueblerinas en las que oía las radionovelas con su madre
y su tía, empezó a grabar a distintas personas para copiar lo que le habían
dicho de manera fiel. “Yo no quiero inventar”,
decía en entrevistas, “quiero copiar”. El arte pop de su época también reproducía la realidad y, como Manuel Puig,
tomaba imágenes de la cultura popular, de los medios de comunicación y
del cine. Ellos hicieron de la copia una operación legítima y practicaron nuevos usos estéticos dentro de la cultura de
masas.
Otro
recurso utilizado con maestría por Puig son las elipsis, que producen el efecto
de desarrollar cercanía entre el lector y los
personajes. Dan la sensación de un narrador pensativo, reflexivo –aunque no
esté–, y crean una pausa para que el lector se detenga y piense, como en una
conversación. Además, nos provoca a los lectores la impresión de una mayor
intimidad con el narrador, nos incorpora al acto creativo porque debemos pensar
lo que falta y aportarlo nosotros mismos. Esa intimidad también la transmiten
las notas al pie, que parecen una conversación directa con el narrador, que está
ausente en los diálogos y en las que gradualmente va dejando en claro que la
homosexualidad no es una desviación. Por otro lado, las notas al pie refuerzan
la idea de que todo texto es una construcción.
Otro recurso con
el que trabaja Puig es el estereotipo, que también comparte con el arte pop. Molina habla y actúa como un homosexual estereotipado: femenino,
dramático, cursi y amanerado hasta la exageración. Él habla “como mujer”, tiene
una visión dramática del mundo y ve lo específico de cada nombre. Llama a
Valentín por su nombre de pila, como en las telenovelas, en las que el nombre
de un personaje está cargado de significado emocional; en tanto Valentín quiere
masculinizar el apellido Molina, que proviene de “molino” y que se feminiza con
el mínimo cambio de la última vocal. Por su parte, Valentín, que “habla como
hombre”, es un personaje que ve la realidad desde el marco socioeconómico
marxista, y también recurre al estereotipo; llama a Molina por el apellido,
porque sus parámetros de revolucionario sólo lo habilitan para considerar al
otro como un sujeto social y de cambio; en su mundo, el nombre, lo personal, lo
particular, carecen de relevancia: lo importante es lo colectivo. En esa época, probablemente nadie era más homofóbico que un
revolucionario. Sin embargo, y
paradójicamente, Molina muere en la calle,
casi sin identidad, y así su final se acerca a la visión de mundo de Valentín.
Con el narrador
fuera de juego, los personajes tienen total autonomía. Las novelas de Manuel
Puig parecen no estar escritas por él mismo sino por sus personajes. Publicada
en 1976, El beso de la mujer araña debe
leerse en el marco de la literatura argentina escrita durante la dictadura. Un
relato político oculto en la trama melodramatica de un sacrificio por amor, que
desde los diálogos pretende, como dice el propio Puig en Los ojos de Greta Garbo, “una reconstrucción directa de la
realidad”.
El concepto de
arte como mímesis procede de Aristóteles:
una re-creación de la vida como si fuera la
realidad, como si la completara, como si nos transportara a otro mundo en el
que podamos ver el propio desde otro lugar y buscar, al mismo tiempo, el
sentido: la finalidad, además, de todo acto de lectura.
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