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Emma Zunz, una mujer de vanguardia.

Por Inés Arteta.

Emma Zunz es una protagonista atípica en la obra borgeana: una mujer judía, obrera, pacífica, de 18 años, que, en los años 40, invierte el mandato cultural de la época según su propio sentido de la justicia y del honor.



“Emma Zunz” fue publicado en septiembre de 1948 en la revista Sur y luego incluido en la edición de El Aleph al año siguiente. Es una pieza rara en la obra borgeana. Escapa al mundo de las orillas de Buenos Aires de principios del siglo XX, a los cuentos de compadritos, de duelos, y a las historias fantásticas cuyos tópicos frecuentes son la biblioteca infinita, el laberinto, la cábala.
Según lo reconoce en el Epílogo de El Aleph, la historia no se le ocurrió al propio Borges, sino que fue Cecilia Ingenieros quien le propuso ese “argumento espléndido”, en palabras de Borges, que decía, también: “tan superior a su ejecución temerosa”, una expresión de humildad frecuente en él que conlleva el reconocimiento de que la historia lo intimidó, que la determinación de Emma Zunz pudo haberlo inhibido.
Su amigo Bioy Casares señala en su Diario que Borges decía: “ese cuento no es mío: me lo dio Cecilia. Yo lo escribí porque me pareció extraño y dramático. Está basado en la idea de venganza, que yo no entiendo. Si todas mis obras desaparecieran y sólo quedara ‘Emma Zunz’, nada mío habría quedado”.
Sin embargo, nada de esto debe convencernos. A Borges le agradaban los artilugios, las trasposiciones, declarar que las anécdotas nunca le pertenecían totalmente sino que le llegaban a través de ciertos intermediarios: así, invalida la primera mano y socava la verosimilitud. Apela a la complicidad y la credibilidad de otros, lo cual le permite tomar distancia de lo narrado, dudar, conjeturar. Como cuando dice: “Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían”. Y nos lleva a una primera conclusión: Borges no se atrevía a conferirle la voz a una mujer sino por intermedio de lo que le había contado otra mujer. También comentó alguna vez que el final de “La intrusa” (la mujer que se disputan dos hermanos), sobre el que dudaba, se lo dio su madre, Leonor Acevedo.
Emma Zunz es una mujer demasiado decidida para su edad. Y es judía. Acaso, como él admiraba la cultura y religión judías, y especialmente la cábala, imaginara a su determinada joven Emma como una Lilit, quien, según el Zohar, se retiró indignada del Edén porque Adán pretendía someterla.
Lo importante es que Emma toma la decisión de vengar la muerte de su padre. Sigue su propio sentido de la justicia y del honor invirtiendo el mandato social de los años 40 en la Argentina, caracterizada por una sociedad en la que el hombre –padre o marido– hacía valer su autoridad sobre el honor de la mujer a su cargo.
Emma se entera por una carta que su padre murió accidentalmente. Había ingerido por error una fuerte dosis de un sedante común en la época llamado “veronal”, y decreta que se trató de un suicidio. De golpe, siente malestar en el vientre y en las rodillas, una sensación muy femenina del estado de shock. En seguida, siente culpa. La hija siente culpa por la muerte de su padre. Luego levanta la carta que se le había caído al piso y la guarda en un cajón junto a una foto de un galán famoso de cine mudo, Milton Sills. A continuación, hace otra cosa muy femenina: se encierra en la oscuridad a llorar mientras rememora días felices de la infancia. No recuerda bien a su madre. Recapitula todo lo sucedido cuando ella tenía trece años y su padre, cajero de la fábrica de tejidos Tarbuch, fue acusado de desfalco. Y que su padre, el día antes de huir a Brasil, le había jurado que el ladrón era, en realidad, el gerente de la fábrica, Loewenthal. Emma le cree a su padre, guarda el dato en secreto y siente que ese secreto le confiere un sentimiento de poder. Emma mantiene el secreto durante seis años y desarma, así, otro estereotipo de la época: solo los hombres son depositarios del rencor y del acto que deriva de ese rencor, la venganza. Esa noche la pasa en vela, tramando la venganza.
A la mañana siguiente de recibir la noticia de la muerte de su padre, Emma ya tiene todo planeado. Es el viernes de la víspera, y procede con pasos fríamente calculados: va a la fábrica de tejidos Tarbuch, en la que ella trabaja, a pesar de la infamia sufrida por su padre, y se declara en contra de la violencia ante los rumores de huelga. Después se somete a la revisación para ingresar a un club femenino con sus amigas y calla mientras ellas hablan de novios, porque los hombres le inspiran un temor casi patológico. El sábado amanece impaciente y aliviada de que haya llegado el día de la reparación, y no siente inquietud por lo que va a llevar a cabo. Cita a Loewenthal al atardecer en la fábrica con la excusa de revelarle información sobre la huelga. Le tiembla la voz y eso conviene a una delatora. Se acuesta a dormir la siesta y recapitula su plan. De repente recuerda la carta que había recibido de Brasil y salta de la cama para romperla.
Emma diseña el plan de venganza y ejecuta cada paso como lo había previsto. Lo que atenúa y justifica el asesinato de Loewenthal es el sentido de justicia que la impulsa: devolverle a su padre el honor perdido, vengar su destierro, encontrarle una explicación al suicidio. Si su padre se suicidó por un desfalco que no cometió, Loewenthal no puede vivir. Un sentimiento radical, propio de un dogma –religioso– y no del accionar de una mujer de 18 años. El narrador de Borges apunta que la muerte de su padre “era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin”. Además, que Emma ya había vislumbrado los hechos y, de algún modo “ya era la que sería”. Signada por esa muerte que ella considera injusta y prematura, debe resarcir y resarcirse del agravio. No tiene escapatoria. Está ante un dilema. Si ella procede como finalmente procederá, es porque obedece a un destino. La muerte de su padre no es un hecho más en una larga cadena de hechos: es el que la empuja a provocar otro que, a su vez, será decisivo en su propia vida. Esa ejecución le arrebata la voluntad. Voluntad o predestinación. Emma encarna un dilema moral y religioso en el que Borges siempre colocó a sus personajes masculinos: compadritos, orilleros, hombres de coraje y valor físico que cuando recibían una ofensa, como Emma, la saldaban con el uso del cuchillo.
Emma descarta al primer marinero para que no le produzca ternura y elige uno bajo y grosero (en las antípodas de Milton Sills) para no mitigar la pureza del horror de la violación, que al narrador le parece más grave que a la propia Emma. Se trata de un descenso al infierno para garantizar el cumplimiento de su personal visión de la justicia.
Y aún más: Emma elige a un marinero extranjero no solo para saberlo fuera del país al día siguiente, cuando fuese interrogada por la policía, sino porque debía ser alguien extraño, ajeno a su propósito; como una fuerza de la naturaleza que opera sin lógica ni justificación. Luego de su “martirio”, su cuerpo siente una tristeza y un asco que la rescatan del temor que le produce haber roto, en un día de Sabbath, los billetes que le dejó el marinero sobre la mesa de luz. La fatiga es su fuerza para concentrarse en continuar con su plan mientras se dirige a la fábrica a encontrarse con su víctima, un hombre miedoso: teme a los ladrones y todo el mundo sabe que por eso guarda un revólver en su escritorio. De repente, frente a Loewenthal, más que la urgencia por vengar a su padre, siente la necesidad de castigar el ultraje padecido para ello. Después de su propia deshonra, ya no puede no matarlo.
Este es otro tópico del universo borgeano. Borges escribió sus relatos en un mundo en el que regía el sentido del honor. Sus personajes nunca lo desconocen; al contrario, actúan guiados, antes que nada, por ese valor. Es la razón del acto que ejecuta el compadrito, el orillero. La única ley a la que se someten. Así, el cuerpo de Emma, que debía ser sólo instrumento para la justicia, se convierte en causa, en la fuerza que origina sus actos. Teatraliza que se siente perturbada por delatar a los conspiradores de la huelga y de ese modo logra que su víctima vaya a buscarle un vaso de agua y así poder tomar el revólver del cajón del escritorio. Cuando Loewenthal regresa, le pega dos tiros y un tercero cuando está desplomado en el piso, para callar sus insultos. Luego, al llamar a la policía, la misma Emma sabe que tiene que aclarar que lo ocurrido es algo increíble: el viejo Loewenthal la abusó y ella lo mató.
Lo insólito se impone debido a la verdad del tono de Emma, de su pudor, de su odio hacia Loewenthal; pero, también y antes que nada, por la vergüenza y el ultraje. Su vida ya no tiene vuelta atrás: ha perdido su virginidad y ha asesinado a un hombre en defensa propia. En defensa del honor de una familia que nunca debió ser mancillado.
Si hacemos una breve recapitulación, vemos que Emma Zunz se desplaza desde un presente tranquilo y rutinario –que a sus 18 años muy poco le ha mostrado de la vida que le queda por vivir– hacia un futuro que debía ser pleno y promisorio. Sin embargo, a esa edad ingresa en un tiempo de zozobra e incertidumbre porque se entera de la muerte de su padre. Ese hecho marcará cada uno de sus días, dice Borges, porque los hechos extraordinarios eluden la línea del tiempo. El plan de Emma destinado a matar a Loewenthal es un plan de reconstrucción de un orden perdido. Todo estaba más o menos bien hasta que llegó la carta del Brasil. La decisión de Emma es propia de las mujeres de nuestro siglo: asume la tarea de la vindicación, de reivindicar a su padre, de restituir un orden quebrado por un hecho injusto.
Las cualidades que suelen denominarse como “esencialmente femeninas” – sensibilidad, debilidad física, posición secundaria en la familia, desposesión, pasividad– están totalmente ausentes en Emma Zunz, tal como corresponde a un prototipo precursor.
El cuento de Borges es compacto e intenso: todo sucede con celeridad, como si Emma actuase irracionalmente, una conducta que, es muy probable, estuviera en la intención del narrador. Esa frase colocada al comienzo del relato, “ya era la que sería”, no solo anticipa su acción desmesurada –matar a Loewenthal dentro de la propia fábrica– sino que la hace objeto de la fuerza arrasadora de la venganza. No hay en Emma duda ni temor, procede como impulsada por un designio superior. Así, la carta deriva en dos crímenes que se precipitan, que transcurren en el término de un solo día: el que ella misma se inflige y el del gerente.
Emma refuta, una a una, las cualidades esenciales de lo “femenino”. En principio, uno podría pensar que ya había planeado la muerte de Loewenthal antes del suicidio de su padre. Si no, ¿por qué continuó trabajando en la misma fábrica? También, que después de someterse a la vergüenza de ser desvirgada por un marinero tosco y extraño, tuvo la posibilidad de arrepentirse de matar al gerente. Pero ella mantiene su decisión con firmeza. Ni pasividad, ni sensibilidad –podría haber sentido lástima por Loewenthal, apiadarse de él– ni debilidad física o intimidación al enfrentarlo, además de simular lo que no era –una delatora–, en el propio despacho de su futura víctima. Ella es una mujer que, a la inversa de Hamlet, no duda ni un segundo en vengar la muerte de su padre. Por más que él, para ella, seis años después de que se fugara al Brasil, era solo una voz, la que a los trece años le había dicho que el ladrón no era él mismo sino Loewenthal. Emma es una chica de los años 40 del siglo pasado que hoy podría ser la abanderada de #NiUnaMenos.


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