Lo Último

Versus. Una novela de Lucila Satti. Capítulo 1.

“Contaré esta historia simplemente porque me han dicho que no la cuente”, reza la primera oración de esta novela que nos invita, de la mano su narrador, a un recorrido de vidas que se cruzan y se espejan.

Versus es una historia de dos generaciones atravesadas, de personajes que viven y se mueven sabiendo que algo ocultan, mientras denuncian aquello que no se muestra. “Por no saber somos versus y por saber aún más”, dice una de sus protagonistas.

Desde sus primeras páginas Versus nos plantea la disyuntiva de “ir en contra de” o de “saber adónde ir”, que no es lo mismo.

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“No es ésta una historia entre tantas otras. No es usted un destinatario entre cientos de miles. Sepa usted que estos renglones le estaban destinados y no espere en ellos más de lo que este humilde autor pudo contar. Mientras lea estará escribiendo usted una historia paralela, una historia cuyo fin sólo usted tiene en su poder.” Lucila Satti.
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            Contaré esta historia simplemente porque me han dicho que no la cuente. Cuando conocí a Marcos, sentado sobre una explanada de cara al Río de la Plata, me vi reflejado en él. Le calculé veinticuatro (yo a los veinticuatro solía hacer lo mismo: sentarme de cara al río y en silencio gritarle al mundo que sí, que yo era capaz de vencer a ese destino que se perfilaba caprichoso y hostil). Pero no, horas más tarde, cuando resolví acercarme y entre palabra y palabra preguntarle como al pasar por su edad, comprendí que me había equivocado: tenía veintinueve, “casi veintidiez”, dijo y sonrió chequeando de soslayo mi reloj pulsera. Y una vez más, su imagen me devolvió el reflejo del que yo había sido: vaya a saber uno por qué todos, sin excepción, acostumbraban restarme cinco años. Ahora, en cambio, quizás porque la vida se empeña en jactarse en eso de ser la  reina de la ley de las compensaciones, me los suman. Tengo cincuenta y nueve e invariablemente me ceden un asiento cuando oso subirme a un medio de transporte público, cosa que a esta altura de mi vida decidí no hacer muy a menudo.
            Largo rato permanecí observándolo. No sabía cómo acercarme. Hay personas bien predispuestas hacia el afuera. Hay personas bien predispuestas hacia el adentro. Marcos era de los segundos: mirada cansina, atenta y ausente a un mismo tiempo, espalda semi encorvada y piernas anudadas en una vuelta que parecía no tener fin. Durante casi una hora permaneció inmóvil, entregado a la contemplación de un río que adiviné, se congraciaba con su actual estado: el cielo amenazaba con una sudestada de ésas que no perdonan, mientras las corrientes se desentienden amagando con un par de pequeñas olas que por ser escasas, auguran en sus dimes y diretes, lo que en breve sobrevendrá.
            El cielo se despedazó en mil nubes y un azul perlado nos ofreció, a los pocos espectadores de horizontes imposibles, rayos de sol que, como un sarcasmo bien fraguado, empaparon de transpiración nuestras remeras con la esperanza de una lluvia que calmara la calurosa humedad de Buenos Aires. Sin embargo, la sudestada se desató en Marcos lenta como todos sus movimientos, voraz como las palabras que en determinadas circunstancias tenían la amabilidad de salir de su boca.
            Cuando el primer rayo de sol se escapó de entre un cúmulo de nubes, el muchacho cejó en su empeño de sacra contemplación, giró su cabeza hacia el único objeto que le hacía compañía: una mochila ni vieja ni nueva y sacó con extremo cuidado una cámara fotográfica que al punto identifiqué como una Voighlander.
            En mi infinita candidez supuse que eso mismo había estado esperando: un abrupto cambio climático que le permitiera eternizar un cielo inenarrable. Pero no, Marcos se desentendió por completo del espectáculo que la naturaleza nos estaba ofreciendo y comenzó a disparar, con la fogosidad y presteza de un cirujano avezado, sobre el piso. “Dios mío”, pensé, “qué miércoles está haciendo”. Y lo que es peor, quién es ese joven que desprecia tamaña singularidad para fotografiar… ¿hormigas?
            Soy curioso, lo admito, en realidad soy chusma, pero en mi profesión decir “soy un viejo chusma de barrio” sería el equivalente a que un arquitecto admitiera que a medio camino se quedó entre ingeniero y decorador.
            “Tengo una reputación y debo mantenerla” supe decirme en infinitas ocasiones, ocasiones que ahora, luego de haber conocido la historia de Marcos, me suenan a incontables luchas sin cuartel frente a la caricatura en la que en vano supe convertirme. Ahora entiendo que eso llamado reputación no es ni más ni menos que ganarse el respeto y la admiración de todos aquellos que luego te impiden cambiar. Es un tatuaje esculpido con el correr de los años y las ambiciones, una etiqueta indeleble y ajena a los contextos y las circunstancias. Punto por punto, pinchazo sobre pinchazo, trabajo sobre trabajo, desafío tras desafío, la aguja de la mirada ajena dibuja, siempre a costa de esa déspota que algunos llaman necesidad, el esquema de quien uno supone que es.
            Admito que por aquellos días la reputación, la gloria y la notoriedad se habían convertido en una obsesión. Una obsesión por impedir que se ahogara, por mantenerla a flote. Con mis cincuenta y nueve años, o mis sesenta y cuatro (elijan a gusto y piaccere), todavía me encontraba en medio de esa vorágine por salvaguardar esa gigantesca construcción llamada identidad. Digo todavía porque todos suponemos que sobrevolando los seis lustros la identidad por fin se ha convertido en un hecho inmutable. Puras patrañas. En mi profesión uno se jubila cuando se muere. Nadie te entrega un papelito que diga: “Eso es todo por esta vida. Misión cumplida. Usted se ha pensionado”. En mi caso, vaya desgracia, la profesión y la identidad van juntitas de la mano. ¡Cuántas veces he deseado ser otra cosa!: contador, analista de sistemas, quiosquero, albañil o por qué no, pensé a orillas del Río de la Plata, ese joven que se da el lujo de darle la espalda a un espectáculo irrepetible para eternizar, supuse, el suelo o la milenaria laboriosidad de las hormigas. Por esto mismo y porque a su edad yo hubiese hecho lo mismo (a saber: desentenderme del “debería”), esperé a que al muchacho se le acabara el rollo y me acerqué.
            Recuerdo que inicié la conversación con el tan trillado asunto del horizonte. No sé por qué lo hice, el asunto es que, probablemente siguiendo el hilo de lo que por entonces me quitaba el sueño, dije con una torpeza rayana con la pedantería:
            —Vengo acá porque dicen que en alta mar, el horizonte tiene la particular utilidad de impedir que uno se maree.
            Marcos me miró por encima de su hombro y sonrió al tiempo que sus mejillas se enrojecieron como si una mujer madura le hubiese dicho un piropo obsceno. Pronto descubrí que la sonrisa en Marcos siempre iba acompañada de ese enrojecimiento que delata a los tímidos incurables y que les quita, en cuestión de segundos, años de vida y de ferocidad. Su mirada, en cambio, era profunda e implacable. Ojos color verde seco, enmarcados por facciones que, para el observador avezado, pretendían pasar desapercibidas o mejor, procuraban esconder todo lo que allí dentro se gestaba en el mayor de los silencios. Los cierto es que cuando Marcos sonreía su rostro se dividía en dos partes irreconciliables. Allí aparecía el niño desvalido aunque alegre en su afán de agradar, allí aparecía un semblante cuya hondura parecía decir “ya he visto demasiado”.
            —Entonces imagino ser un marinero —continué— que pese a las tormentas no se deja amedrentar. Basta con mirar el horizonte para entender que las responsabilidades y los logros son sólo eso, logros y responsabilidades.
            Cualquiera en su lugar hubiese dicho algo: una reflexión, un asentimiento, cualquier cosa como para que ese tenue eslabón que comienza a gestarse entre dos personas que añoran compañía se reproduzca hasta conformar una conversación. A veces el solo hecho de escuchar voces, voces reales, voces de carne y hueso y no de ésas que pueblan mi cabeza noche y día cuando estoy inmerso en un trabajo, me hacen pensar que son el único antídoto para no caer en la locura. No importa que me hablen de la cosmovisión del universo o de la inmortalidad de la cola del pajarito, lo importante, lo que busco, es que me alejen de mí mismo aunque más no sea por un par de horas. Al parecer éste no era un problema que aquejara a Marcos. Volvió a sonreír, esta vez mordiéndose una pequeña parte de la comisura de sus labios, para luego echarme un vistazo breve pero certero. Acto seguido se rascó la cabeza y dejó descansar su mirada sobre el río.
            Esa falta de respuesta bien podría haberme disuadido para largarme de una vez y probar mejor suerte en otras voces, sin embargo, a tiempo comprendí la naturaleza del carácter del muchacho: era de los que invitan en silencio, sin preámbulos y, por sobre todas las cosas, sin lanzar palabras por puro compromiso. Parecía medirlas, balancearlas, pasarlas por un tamiz y luego ¡zas!, dejaba sin querer, y digo bien, sin querer, demudado al interlocutor de turno.
           —No sé cuántos años tendrás… —lo aguijoneé.
           —Veintinueve, casi veintidiez —dijo y otra vez sonrió mirando de reojo mi reloj pulsera.
           —Muy bien, muy bien —asentí—. Yo tengo la edad que se dignen calcularme. Y no vengo acá para pensar, mi ajetreada agenda no me lo permite. Vengo para no marearme, cosa que mi trabajo tampoco me lo permite pero igual me rebelo. De lo contrario mis clientes y mi cabeza se arrepentirían de haberme conocido. La arquitectura es un trabajo que te demanda hasta las horas de ocio —mentí—. Por donde te muevas ves formas y estructuras —mentí a medias—, las formas no te dejan en paz a no ser que uno se largue a la lontananza de la pampa húmeda. Las formas son iguales o peores que los clientes que te las compran: te acechan, te reclaman, te exigen, no tienen paz, ni las formas ni los clientes. ¿Ves aquel edificio de oficinas? —mentí con descaro—, imponente ¿no es cierto? Bueno, allí descansan unos cuantos cálculos renales de mi autoría. Por eso de tanto en tanto, cada vez más seguido, vengo y miro el horizonte.
            Eso de mentir haciendo un paralelismo entre la arquitectura y mi verdadero oficio –soy escritor– tiene su razón de ser, aparte del ya por muchos conocido: “si un arquitecto es un híbrido entre un ingeniero y un decorador, un escritor bien podría ser una cruza entre un filósofo y un periodista de chimentos.” Muy lindo debe haber sonado eso de comparar las formas con las palabras; muy poético, por qué no, eso de asemejar las estructuras de un edificio con las historias que uno pretende construir ladrillo sobre ladrillo, renglón sobre renglón; muy ocurrente eso de que uno no puede evitar ver formas y estructuras, palabras e historias, allí por donde se mueve. Todo fantástico, pero lo cierto es que la razón por la cual mentí simple y llanamente tiene su raíz en un hecho por mi parte vastamente comprobado y para nada poético. Mentí porque, a diferencia del arquitecto, del ingeniero, del contador, del verdulero, del economista, o de tantas otras profesiones u oficios, el hecho de confesar que uno es escritor, por no decir un pelele que durante unas cuantas horas diarias permanece inmóvil frente a una computadora dele teclear y teclear, produce un cambio leve aunque sustancial en quien recibe la buena nueva. Hay excepciones, claro está, hay quienes desconfían, por ejemplo, y hacen bien en hacerlo. Sin embargo, para qué arriesgarse cuando la mayoría reacciona enarcando una ceja; reacomodando una o dos veces el trasero sobre la silla que le sirve de sostén; lanzando un contenido “ajá”, para luego del primer impacto, transformarse poco a poco, sin que se note tanto ¡por Dios!, en un personaje digno de ser eternizado, impreso y editado. Cambian de actitud, se vuelven otros, o peor, se vuelven una versión potenciada de ellos mismos al tiempo que, cada cual a su modo, dicen como al pasar “No se te ocurrirá escribir sobre mí, ¿no es cierto?”, o lo que es lo mismo pero en una versión más sincera “Podrías escribir acerca de nosotros”, o… en fin, como si uno tuviese el poder de escribir lo que quiere y no lo que puede.
            Mentir sin riesgo a ser descubierto me resultó harto sencillo. Para cuando conocí a Marcos, esa compañerita que sabe parirse a sí misma durante la adolescencia y que en el más verborrágico de sus silencios nos acompaña durante gran parte de nuestras vidas (llámesele paranoia) y que, sobre todo para aquellos que supieron gozar en mayor o menor grado de cierta fama o notoriedad resulta omnipresente, ya no hacía mella en mi ser. Marcos no podía reconocerme; nadie podía hacerlo. Para un artista basta con no hacer para trocar reconocimiento por transparencia, sobre todo si uno tiene el inmenso privilegio de no haber pasado a mejor vida. Este privilegio del que hablo, ser un muerto con sus cinco o seis sentidos en plena ebullición, me permitían, con la mayor  desfachatez, convertirme en quien se me antojara. ¿Querías ser contador, ingeniero, albañil, quiosquero, arquitecto o verdulero, Abelardo? ¡Pues calzáte un delantal y comenzá a vender fruta o golosinas o paredes pintadas o sumas, restas, divisiones y multiplicaciones!, o mejor, ¡inventate una ocurrente analogía como para dar rienda suelta a esa imaginación que hace diez años se te secó y convertite en el maestro de todas las obras que hubieras querido contar y no pudiste! ¡Qué más da!
            En eso andaba cuando conocí al muchacho. Luego, tarde quizás, comprendí que aun habiendo gozado del mayor de los prestigios vigentes, Marcos no me hubiera reconocido. Y no por ignorancia, claro está, sino porque, así como yo padecía una incipiente obsesión por recuperar mis días de gloria, este joven de veintinueve o casi veintidiez, se empeñaba no sólo en permanecer en el mayor de los anonimatos posibles –cualquier atisbo de querer indagar más allá de lo que él mismo se dignaba contar lo volvía inabordable– sino que poco o nada le interesaban el pasado y la trayectoria, con todo lo que ello implica, de quienes habitan este bendito planeta. No, no era desinterés, era una obsesión que llevaba impresa en el alma. De dónde provenía esa obsesión; qué es lo que se escondía detrás de esa necesidad de obviar con un empecinamiento rayano con la locura cualquier dato, etiqueta o rótulo que pudiera descubrirse tanto de él mismo como de los demás, fue algo que me dispuse a develar costase lo que costase. Lector voraz, cinéfilo insaciable, musicalmente sensible hasta la médula, sagaz observador al momento de enfrentarse a un cuadro, un grabado, una fotografía o un graffiti, Marcos era, así y todo, lo que yo gusto en llamar un perfecto ignorante. 
            De pronto, sin que nada particularmente especial hubiese ocurrido, Marcos dejó de mirar el horizonte para luego bajar su vista hacia los cordones de sus zapatillas, y, al tiempo que los ató y desató varias veces, como si con ese pequeño acto pudiera alivianar sus palabras, respondió a mi comentario del mareo por los logros y las responsabilidades del siguiente modo:
            —Supongo que hay quienes también observan el horizonte para no marearse por sus fracasos.
            —Supongo que hay quienes ven en esa línea todo aquello que jamás podrán alcanzar —retruqué queriendo entablar un juego de apertura que al punto aceptó.
            —Supongo que hay quienes ven en esa recta todo aquello que dejaron atrás —dijo y su rostro se ensombreció.
            —Supongo que hay quienes apenas ven una recta y nada más.
            —Supongo que hay quienes no ven.
            —Supongo que hay quienes la ven y prefieren ignorarla —rematé.
            Y entonces, vaya milagro de la sincronicidad, ambos permanecimos en silencio dos escasos segundos, para luego soltar al unísono: “No es mi caso”. Él con melancolía, yo con algo de cansancio. Sin embargo, aquella curiosa coincidencia borró de un plumazo su melancolía y mi cansancio, para comenzar una amistad cuya inauguración  jamás olvidaré: ambos, también al unísono, prorrumpimos en una carcajada tal que, de haber sido un transeúnte ajeno a cuanto nos estaba ocurriendo, me hubiese asustado. No estábamos borrachos; estábamos solos y esa soledad pronto nos unió en una conversación que se prolongó durante veinticinco horas divididas en cuatro encuentros. Eso es lo que duró nuestra amistad: veinticinco horas y media. Esto que digo parecerá ridículo, de hecho si no me hubiese ocurrido a mí, también lo creería. Pero me ocurrió y nada, salvo contar esta historia, me permitirá demostrar que una verdadera amistad no necesariamente requiere de años de conocimiento y de mutuas experiencias compartidas. Requiere, ahora lo sé, de una total y absoluta entrega hacia el otro: si eso ocurre durante veinticuatro años o veinticuatro horas, poco importa.
            Marcos me regaló su historia sin saber que yo era escritor y quizás por esto mismo lo considero un gran amigo, tal vez el único entrañable. El resto, todos aquellos que supieron acompañarme en mis alegrías y mis fracasos también lo son, pero de un modo tan diferente, que me obligan a rever por completo el concepto de lo que significa una amistad. Ellos saben de mi oficio, de cuánto lo amé y cuánto lo odié, de todo lo que dejé en el camino en pos de esta irrefrenable manía de teclear y teclear frente a una máquina de escribir: un matrimonio, tres hijos, dos nietos que conozco pero que jamás me llamaron abuelo. Ni siquiera sé si saben mi nombre de pila. En las pocas ocasiones en las cuales nos vemos, estos pequeños hijos de mis hijos se me acercan con algo de desconfianza y luego de alguna que otra orden manifestada a viva voz por parte de sus padres: “Saluden al abuelo”. “Así no se saluda, denle un beso”, rozan sus mejillas sobre las mías con evidente desgano para luego retornar a sus respectivos juegos. En tales ocasiones, si se ven obligados a pedirme algo, el azúcar, la sal, galletitas o lo que fuera, señalan el objeto en cuestión y ahí se termina la historia.
            —Abelardo —le dije una vez recompuesto de la risa—, mi nombre es Abelardo. Luego estiré mi mano para estrechársela y rematé —Un gusto en desconocerte.

            —Marcos, un gusto compartido —dijo el muchacho y me estrechó la mano de tal modo, que por un instante sentí que con aquel intenso contacto, más que saludarnos nos estábamos ofreciendo mutuamente el auxilio que todo navegante solitario y mareado necesita en determinadas circunstancias.

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