Lo Último

Versus. Una novela de Lucila Satti. Capítulo 2.


            Un cuarto de hora más tarde nos mareamos y nos emborrachamos de verdad. A medida que fue cayendo el sol a nuestras espaldas el calor se empecinó en instalarse allí. Apenas corría una tibia brisa proveniente de la costa, pero eso no impedía que el sudor desapareciese de nuestros rostros. Al contrario, gracias a esa brisa uno sentía con mayor rigor el lento rodar de las gotas que en mi caso, se esparcían desde el nacimiento de mis sienes hasta la base del cuello para luego girar en diversas direcciones y bañarme por completo.
            Mientras Marcos me explicaba por expreso pedido el historial de su magnífica Voihglander: “Era de mi padre, se la trajo de Alemania cuando yo era muy chico. La usó un par de veces y luego quedó arrumbada en el fondo de un placard. En cierta ocasión se la pedí, yo tendría siete u ocho años, pero se negó. No entendí su negativa, de hecho lo odié por negarme algo que nadie en casa tenía intenciones de usar, pero acepté sin chistar. Recuerdo que horas más tarde encontré sobre mi escritorio una de esas Kodak Fiesta que estaban tan de moda por aquel entonces. Era de mi hermano Paco, se la habían regalado para su cumpleaños. Supuse que aquello había sido una confusión, que la mucama había confundido mi cuarto con el de Paco y que por eso la Kodak había ido a parar a mi escritorio. Pero cuando fui a devolvérsela me llevé una sorpresa: “Usala” me dijo desde sus imponentes dieciocho años, “usala, hasta romperla”. No sé si finalmente la rompí, lo que sí sé es que la usé durante un par de semanas. Recuerdo que simulaba fotografiar todo cuanto se aparecía ante mis ojos hasta que un buen día cambié la Kodak por una vieja raqueta de tenis, y al igual que la Voighlander, la Kodak Fiesta quedó arrumbada en el rincón de otro placard. Moraleja: ahora entiendo la negativa de papá.”
            —¿Qué es lo que entendiste?— dije con severidad, ya el calor empezaba a hacer mella en mi humor, al tiempo que con un chiflido llamé a Tito, el único vendedor ambulante de esa parte de la costa.
            Marcos no contestó y yo me sentí un estúpido. Justo cuando el muchacho comenzaba a sentirse a gusto no tuve mejor idea que interpelarlo. Error, craso error. Estaba confundiendo mi historia con la suya, su juventud con mis años mozos, mi dejadez con su soledad, la franca compulsión de Marcos por desentenderse de un cielo irrepetible para fotografiar insulsas hormigas con mi pasada rebeldía frente a todo aquello que llevara por delante la palabra “debería”, la anécdota de su Voighlander con el comentario que cierta vez, hace ya más de medio siglo, hizo mi padre cuando osé tomar de la biblioteca familiar la inolvidable historia de “El Principito”. “No la va a entender”, sentenció papá elevando su oscura mirada por encima de los anteojos. Mi madre se encogió de hombros y a mí me bastó aquel comentario para que aquella misma tarde, con mis siete años apenas cumplidos, lo leyera una, dos y tres veces. Incluso llegué a recitar en voz alta algún que otro pasaje frente a la imperturbable capacidad de escucha de mi progenitor. ¡Lo entiendo, claro que lo entiendo!, sentía decirle con las exactas oraciones de Saint Exupéry. Diez años más tarde lo volví a releer y para mi gran sorpresa descubrí que a los siete años no había comprendido ni una mísera palabra de aquella insuperable historia. Sin embargo, con o sin razón, ¿qué derecho tenía mi padre para anular de antemano mi capacidad de comprensión? ¿Qué derecho tenía el de Marcos para negarle un artefacto cuyo valor monetario no se condecía con el valor del uso que se le daba? ¿Por qué la Kodak Fiesta sí y la Voighlander no? ¿Por qué El Tony sí y el Principito no?
            Vaya estupidez la mía. Mi padre no era el de Marcos, Marcos no era yo, su muda rebeldía en nada se parecía a la mía, la soledad de un hombre de cincuenta y nueve difícilmente pueda congraciarse con la soledad de un muchacho de veintinueve, su evidente timidez e introversión poco tenía que ver con esa facilidad que siempre tuve en acercarme a extraños… en fin, nada parecía unirnos y sin embargo el muchacho ejercía un magnetismo tal sobre mi persona, que me hacía olvidar hasta las reglas más básicas de interacción social. Porque la interacción social con un ser que no es propenso a interactuar, quizás porque interactúa demasiado consigo mismo, exige un cuidado similar al que ejerce un equilibrista una vez parado sobre la cuerda floja. Uno debe simular seguridad sin por eso olvidar que la moderación es la línea invisible que nos llevará a destino: un paso inadecuado, un comentario fuera de lugar, un movimiento brusco, una pequeña alteración en el tono de la voz y ¡pum!, nos vemos arrojados al  vacío que el retraído de turno nos enrostra con la única arma que posee: el silencio.
            Los tímidos me pueden, ésa es la realidad. Mi olfato de escritor o de viejo chusma me permite reconocerlos a diez mil kilómetros de distancia y sin embargo, frente a estos seres en extremo inofensivos, no hay vez en la cual no me haya sentido como un colegial ante a su primera mesa de examen o como un equilibrista frente a la cuerda floja: es como si la adrenalina corriera a la par del temor por cometer un desliz difícil de reparar. 
            Pude reparar el glacial silencio de Marcos chiflándole a Tito, el vendedor ambulante. Ambulante es una manera bastante parcial de calificar el trabajo de Tito: si uno no ejecutaba el llamado de rigor (tres chiflidos cortos y uno largo) Tito era incapaz de mover su pequeño carromato así le comprasen cinco helados y dos gaseosas. “Es que cinco palitos de agua y dos minerales no llegan a cubrir el margen que me deja una sola de éstas”, cierta vez me confesó el viejo mostrando con extremo cuidado varias docenas de latas de cerveza que escondía debajo de un primitivo doble fondo que se había inventado para su heladera rodante. “El que quiera un palito, que se acerque. El que quiera una cerveza, que chifle como es debido”. Gracias a la prohibición de vender alcohol en los kioscos y a su digna perseverancia –hacía diez años que vendía cerveza en la costa aunque aseguraba no haberle vendido nunca a un menor– Tito se había hecho de una considerable y educada clientela: primero el chiflido, luego arrojar la lata a un tacho de basura. Recuerdo que en cierta ocasión olvidé hacer esto último y me costó varias semanas de charla motivadora para poder reintegrarme a su particular clientela.
            Luego del chiflido correspondiente, Tito empujó con imperturbable cadencia su heladera rodante. Una vez que estuvo a escasos metros, miró con cierto recelo y por encima de su hombro al muchacho, y con su mejor voz de locutor ambulante soltó: “Palito, bombón, helado”.
            —Pierda cuidado, hombre, el muchacho es un amigo —dije con mi mejor sonrisa.
            Tito accedió a regañadientes. Marcos, en cambio, argumentó que era tarde, que debía irse, que el alcohol le sentaba mal, en fin, un surtido de excusas para largarse de allí cuanto antes.
            —Ah, no —dijo Tito—, si me hicieron venir hasta acá ahora se las toman. Cuatro latas como mínimo, ése es el trato.
            Sin siquiera detenerme a mirar al muchacho pagué las cuatro cervezas.
            —Podés irte —le dije una vez que Tito se hubo marchado y, al tiempo que abría una de las latas y saboreaba el líquido, agregué: —Pero antes ¿te puedo preguntar qué estabas fotografiando?
            Si Marcos hubiese sido un fumador, habría encendido un cigarrillo. Pero como no lo era, antes de contestar tomó entre sus manos una lata de cerveza, la abrió, tomó un largo trago y respondió con una entonación por demás extraña:
            —Hormigas, fotografiaba hormigas.
            —¿Por qué? —pregunté en un último esfuerzo por retenerlo.
            Marcos sorbió otro trago, esta vez mucho más abundante que el anterior, luego sostuvo entre sus manos la Voighlander, sacó de allí dentro el rollo terminado, cargó uno nuevo y dijo clavándome una mirada terca y a un mismo tiempo húmeda:
            —Porque vivimos pisándolas sin darnos cuenta.
            En cuanto escuché esto último pensé: “No te equivocaste, Abelardo. Desde el mismísimo instante en que lo avistaste lo supiste: el muchacho tiene una historia para contar y probablemente vos seas la primera persona dispuesta a escucharlo”. Le agradecí con la mirada, eso es lo primero que hice. Al fin y al cabo yo necesitaba escuchar y él, necesitaba contar. Luego, olvidando por completo que ante mí se erigía un ser en extremo sensible, un tímido incurable, un joven capaz de encerrarse para siempre en un silencio impenetrable ante cualquier reacción que le resultase incómoda o inesperada, hice lo que yo hubiese deseado que me hicieran a su edad: le palmeé la espalda con suavidad y en un susurro apenas audible le dije y me dije:
            —Va a estar todo bien, Marcos. Creéme, va a estar todo bien.
            Vi cómo sus puños se contrajeron, cómo su espalda se encorvó aún más, cómo el sol terminó por esconderse a nuestras espaldas, cómo agotó de un sorbo la cerveza que tenía a su lado. También, sin quitarle la vista de su perfil tieso y enrojecido, oí cómo la lata, vacía ya de contenido, se arrugaba dentro de una de sus manos, sentí, incluso sin verlos, el lento caminar de una pareja de ancianos que pasó a escasos metros, el gorgoteo de un grupo de jóvenes perdidos en la oscuridad de la costa, el salto frenético de un pez, el ronquido del motor de una F100 que jamás llegué a distinguir, el vuelo espectral de una bandada de murciélagos, un bostezo anónimo, dos carcajadas que se correspondieron mutuamente, y el río enmudecido por su propio olor, y la eterna marcha de un centenar de hormigas, y su respiración cada vez más agitada y mi respiración cada vez más contenida. No quería moverme, no podía hacerlo, no sabía qué esperar, aunque temí, lo recuerdo muy bien y todo cuanto oí y sentí a nuestro alrededor no hacían más que anticipármelo, un estallido de furia por parte del muchacho. No hay nada más aterrador que presenciar la explosión verbal o física de un ser poco propenso a la extroversión. En realidad sí hay algo más aterrador y eso fue precisamente lo que ocurrió: porque Marcos no arrojó la lata de cerveza al río, no gritó, tampoco me insultó, no partió al medio la Voighlander ni tampoco se largó de allí para no volver nunca más. De a poco, muy de a poco, Marcos fue encastrando su cabeza entre sus piernas flexionadas y rompió llorar. No hizo falta que me dijera que desde hacía un cuarto de siglo que no lloraba frente a otro ser humano. Se le notaba. Era un llanto tosco, demasiado audible, un llanto falto de práctica, con lágrimas que le salían de los ojos y la boca y que se confundían con el sudor producto no del calor que nos acechaba, sino del nerviosismo que debía sentir por mostrarse en su más desnuda vulnerabilidad.
            Al día de hoy no sabría decir qué fue lo que desencadenó semejante revuelta de sentimientos contrapuestos en Marcos. ¿Acaso dije lo que necesitaba escuchar? ¿Fue quizás el contacto paternal de mi mano sobre su espalda?, ¿o simplemente estaba allí, a la orilla del río, esperando a que alguien se le acercase para desembuchar su historia de una vez y para siempre? Pudo haber sido mera casualidad, tal vez el azar desgañitándose de la risa con sus indescifrables trucos o el destino aceptando por vez primera su condición de dique desprovisto de mantenimiento. Porque el caudal de Marcos se  desentendió de sus cauces provocando el llanto antes descripto, y luego, sin pausa, comenzó a reír con el desenfado de un hombre de cincuenta, más tarde reflexionó cual nonagenario lúcido en su lecho de muerte, al rato me contó un cuento con la pasión propia de un joven de veinte, para terminar vomitando cada gota de alcohol ingerida como un adolescente dispuesto a jugarse la vida con otra cerveza más.
            —La última —prometió y, sin darme tiempo a negársela –tenía razón, el alcohol le sentaba pésimo– cayó de espaldas sobre el pasto y se quedó dormido.
            Durante media hora repasé mentalmente lo ocurrido. Todo y nada. Todo él se había deshecho y nada pude sacar en claro de su historia y su pasado. Del llanto a la risa, de la risa a la reflexión, de la reflexión a un cuento que al punto identifiqué como uno de los tantos relatos a los que nos tenía acostumbrados Jacinto Espeche, aunque él asegurara casi con fastidio que lo había leído en cierta ocasión, que le había encantado, que durante largo tiempo no pudo sacárselo de la cabeza, pero que de Jacinto Espeche no conocía ni su nacionalidad. “¿Acaso importa?”, me retrucó cuando quise explicarle el prontuario literario de Espeche. Luego sobrevino el vómito y del vómito al sueño reparador. Todo y nada. Nada que me permitiera ubicarlo en tiempo y espacio, nada que me dejara entrever lo que en realidad le ocurría. No tuve más remedio que leer entrelíneas sus palabras. En principio, el cuento que relató casi con devoción, a simple vista no me decía mucho.
            Ahora que recuerdo el cuento de Espeche, comprendo que Marcos lo relató casi de memoria. Sin embargo no fue eso lo que me llamó la atención, sino el fervor con el cual evocó cada palabra, cada oración, como si detrás de cada párrafo él y nadie más que él conociese el misterio que encerraba el relato en su conjunto. Pensé “este chico, aparte de borracho, está tronado”. El cuento de Espeche resultaba lineal, poco elaborado, anecdótico por donde se lo leyese y sustentado sobre la base del clásico recurso despiste–sorpresa. ¿De dónde provenía entonces la admiración de Marcos por aquel relato? ¿Qué era lo que él entendía y yo no? Porque juro que lo intenté y no encontré nada digno de ser leído entrelíneas. Pero, ¡ay!, no contaba con la aberración profesional que todo escritor padece al transformarse en lector: nos fijamos en los recursos estilísticos, en la estructura global del relato, en el manejo intrínseco de los diálogos, en cómo el autor hizo aquello y no esto, en síntesis, todo aquello que no pensamos cuando escribimos lo hacemos cuando leemos. Esa es la aberración profesional que sufre el escritor: analiza, desmenuza, deshace y vuelve a rehacer el texto leído y siempre, por vicio o por envidia, le encuentra el pelo a la cáscara del huevo, vale decir, se queda con la forma y olvida el contenido. Los lectores, por el contrario, se dejan llevar, disfrutan de su perfecta ignorancia y extraen de ello su perfecta sabiduría. Si el cuento está escrito con virtuosismo o extrema sencillez, si la estructura es correcta o incorrecta, viable o inviable, si los diálogos son de tal o cual forma, poco y nada les importa. Se quedan con la historia porque eso es lo que buscan, algo con qué identificarse, reír, llorar, reflexionar y chin pún. Leen entre las líneas de sus propias vidas. Por eso, cuando Marcos terminó el cuento todo entusiasmo y admiración y observó mi absoluto desapego a la historia y mis vastos conocimientos acerca de la vida y obra del autor en cuestión, lanzó una seguidilla de carcajadas para concluir diciendo:
            —Oiga, no quiero saber nada del tal Espeche. ¿Acaso importa si fue monje, premio nobel o vagabundo?
            —Claro que importa —contesté siguiendo los estrictos parámetros de la más perfecta aberración profesional.
            —Para mí —dijo tendiéndose sobre el pasto y dejándose llevar por millones de nubes y estrellas dispersas— lo importante es qué hubiera pasado si el hombre del cuento hubiese llevado puestos los lentes. Esa es la verdadera historia.

            ¡Zas!, me dejó demudado. “Esa es tu verdadera historia” me hubiera gustado contestarle de haber sabido todo lo que supe después. Pero como no lo sabía, guardé silencio para entregarme a la observación de los vómitos que le siguieron a esas últimas palabras.

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